sábado, 5 de diciembre de 2009

Azote polar


No sé porque razón en específico, pero me estoy muriendo de frío. Quizás la edad, aunque no seamos ancianos o aun no hayamos llegado a los cuarenta, nos pega día con día y lo notamos con el clima, cuyos azotes son cada vez más intensos y feroces. Gusto de los días así como hoy, con temperaturas entre 3 y 6 grados centígrados, siempre y cuando no tenga algún motivo importante y que no pueda esperar para salir de casa. Hoy trabajo medio día, y además, después de la jornada laboral sabatina, será nuestra posada; pero si por mí dependiera, no hubiese salido de mi calientita morada.
Este sábado me ha hecho reciclar el recuerdo de hace aproximadamente 11 ó 12 años, cuando nevó en Torreón toda la madrugada y parte de la mañana del día 12 de diciembre. Mi hermano y yo, que en ese entonces pertenecíamos a un grupo musical, nos encontrábamos tocando -él las cacerolas y yo la lira eléctrica- en un bar al aire libre, donde solo nos cubría una mísera terraza. Como ustedes tal vez ya habrán conjeturado, el bar estaba vacío, ni una sola alma escuchaba o bailaba nuestro son, pero el desgraciado dueño del lugar no dispensó nuestro horario. Lo que yo más recuerdo de aquella noche es que no soportaba el gélido clima, en ese momento fue como si nos encontráramos en un congelador gigante al que acababan de encender a su máxima capacidad frigorífica. Mis manos desnudas me hormigueaban como si cientos de insectos me caminaran por debajo de la piel, y como si me clavaran puños de alfileres al mismo tiempo, tanto en ellas como en mi rostro. Cada que me acuerdo, me dan escalofríos; y es que era tan intenso el golpe polar, que yo, en la primera oportunidad que tenía, me metía al baño, cuyo bajo techo provocaba que el foco instalado en su interior proporcionara algo de calor. Los descansos que se daban entre tanta y tanda, los pasaba en el húmedo, pestilente y cálido lugar. La temperatura era tan baja, que los orines hacían que el mingitorio expidiera un humo blanco y perfectamente perceptible, similar al bao que salía de nuestras bocas al hablar o tiritar. Pero nuestra sorpresa fue al terminar nuestro trabajo de esa noche: cuando salimos a la calle, todo estaba cubierto por el helado algodón del cielo; carros, asfalto, banquetas, casas, negocios, jardineras, árboles, anuncios y monumentos eran testigos involuntarios de la inesperada nevada. Entonces entendimos el porque del clima ruso que padecíamos esa noche. Nos dio tanta alegría y tanto gusto ver nieve en este ranchote en medio del desierto, que, como si fuésemos niños, nos pusimos a jugar a la guerra, arrojándonos bolas y más bolas de nieve. Mi hermano quedó tan impresionado (¿quien no?) que guardó por años una bolsa de plástico llena con nieve, que recogió en el patio de nuestra casa, en el congelador del refrigerador.
Bueno, pues hoy en la mañana que salí para el trabajo sentí sobre la piel de mi rostro y de mis manos un frío muy parecido al de aquella nevada. Y no es para menos, en Chihuahua ya nevó, y hay muchas posibilidades de que ocurra lo mismo en tierra santista.
Tengo la impresión de que el frío es bueno para los escritores; si no lo creen, solo volteen a ver a los grandes maestros rusos, alemanes e ingleses.

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