jueves, 30 de septiembre de 2010

Adiós a septiembre y su vacua celebración


Por fin acabó septiembre, el tan mentando mes patrio, el tan vitoreado mes de la celebración del Bicentenario de la Independencia (?) de México. El descanso y la flojera del día 16 se extendieron desde el 15 hasta el 18 para muchos, cómo nuestros bien queridos burócratas, entre ellos los maestros. También nuestros amados políticos gozaron del mega puente, pero se lo merecen, porque en vez de gastar a manos llenas en una celebración del grito que nada más ellos disfrutan plenamente -antes, durante y después del desmadre con campanazos, pólvora ardiendo en el cielo de la noche y jubilosa borrachera- dieron un grito austero, encendieron la bóveda celeste con unos cuantos juegos pirotécnicos y reservaron los millones de pesos que tenían destinados al despilfarre para seguir aumentado el nivel en la calidad de la educación en México, además de incentivar a los diferentes grupos y organizaciones empresariales de modo que inviertan en el país e inyecten combustible en forma permanente al vehículo del empleo que ayudará a que salgamos más pronto del bache económico en que nos encontramos, dando de pasada una buena fumigada a la violencia y a la inseguridad. Sí, lo sé, todo esto es tan real cómo la sequía que acaba de azotar a Veracruz.
Cada año, mis padres, mi hermano y yo celebrábamos el 15 de septiembre viendo el grito en familia a través de la embustera pantalla del televisor. En lo personal, a mí se me hinchaba el músculo que bombea la sangre a todo el cuerpo y la piel se me ponía chinita; no dudo que también alguien más de la familia experimentara lo mismo. Por entonces me sentía orgulloso de ser mexicano, de vivir en México, de estudiar lo que se me diera la gana, de poder andar en las calles de mi ciudad a cualquier hora del día y de la noche, de manejar mi carro -también a la hora que se me diera la gana- sin temor a que me lo fueran a quitar a punta de pistola, de poder ir a un antro o a una cantina y salir del lugar en la madruga sano y salvo, de llevar gallo, o por lo menos serenata, a la chava que me robara las ganas de dormir, y de tantas otras cosas, así que yo gritaba cada 15 de septiembre ¡Viva México! sin importar que el presidente en turno que parecía llamar a misa quitándole el sosiego a una campana en cadena nacional fuera Salinas.
La llama de todo ese patriotismo absurdo se extinguió en mí con el raudal infestado de desempleo, violencia e inseguridad que inundó al país en los últimos cuatro años, y que sigue teniéndolo bajo sus corrompidas aguas sin que se vea la más ínfima intención de drenarlas por parte de nuestros gobernantes. Por eso este año apagué la televisión a la hora del grito, no quise formar parte de todos aquellos paisanos que actuaron como borregos: siguiendo a nuestros inútiles y parásitos políticos en una pachanga donde malgastaron el dinero que producen nuestros impuestos, centrandose solo en el efímero desmadre sin dar importancia a que -al dizque gobernar- terminen por sacrificarnos a la hora de sus mezquinas, egoístas, partidistas y convenencieras decisiones. Este año no di el grito ni en pesadillas; me vale madre que me tilden de amargado. Los mexicanos no estamos para celebrar el grito que dio Hidalgo hace doscientos años, sino para volverlo a dar, esta vez en contra de todo aquello que ya nos tiene hasta la chingada: la violencia, la inseguridad, el desempleo, el empleo mal pagado (dentro de la iniciativa privada, por supuesto, ya que en las plazas del gobierno casi no se da), los innumerables y altos impuestos, la corrupción, la casi nula aplicación de la leyes (llevadas a cabo con rigor solo en contra de los jodidos, cómo su servilleta), la mafia política y sus ilimitados sueldos de nobleza europea, y, lo más importante, la apatía e indiferencia que mostramos ante todas estas broncas, ante todas estas atrocidades, que no tienen a México más empinado ni más hundido en el abismo desesperanzador que nos jala más y más cada día que pasa, porque, cómo decía mi abuela, Dios es grande.
Por eso es que estoy tan feliz de que por fin acabara septiembre, el mes patrio, el que alguna vez llegó a ser el mes donde, en su exacta mitad, la mayoría de los mexicanos desbordábamos todo nuestro patriotismo. Ahora solo lo hacen unos cuantos, aquellos que adoptaron de forma voluntaria una patética ceguera.

lunes, 27 de septiembre de 2010

Un mito y toda una leyenda de las letras colombianas: Andrés Caicedo


La semana pasada terminé de leer El cuento de mi vida, memorias inéditas, del escritor colombiano Andrés Caicedo, libro que se publicó en el 2008 por el Grupo Editorial Norma, de Colombia. Caicedo, a pesar de no haber llegado más allá de la edad de dos décadas y media, se convirtió en todo un ídolo de las letras colombianas. Comenzó a darle vuelo a la pluma desde muy temprana edad, a los trece años, escribiendo poemas de amor y cuentos breves, según él mismo relata en el capitulo inicial del libro. En 1966, cuando ya había cumplido los quince, escribe su primera obra de teatro, Las curiosas coincidencias. De ahí en adelante daría forma a su producción literaria más conocida, o hasta ahora conocida, hasta que el 4 de marzo de 1977, a sus veinticinco años y después de recibir un ejemplar de su primera novela ¡Viva la música!, se suicida dando cuenta de varias decenas de pastillas de Secobarbital (Seconal), una droga que actúa cómo sedante del sistema nervioso central, y que provoca desde una suave sedación hasta anestesia.
A la muerte de Caicedo, su madre guardó sus libros, manuscritos, cuentos, afiches, guiones, casetes de música, revistas y diarios en arcones y baúles que cerró y depositó en el cuarto de su hijo, poniendo candado a la puerta. Un día, al padre de Andrés lo asalta la idea de revisar los baúles que contienen la obra literaria de su hijo, la clasifica y la manda publicar. Pero los diarios de Andrés Caicedo son rescatados y guardados celosamente durante treinta años por su hermana María Victoria, según ella misma describe en la presentación de El cuento de mi vida; es de esos diarios y una que otra carta que nace este libro de memorias inéditas.
El cuento de mi vida está compuesto por cinco capítulos: “Remontando el río”, “Silvia”, “De película por Los Ángeles”, “La recta final” y “Último capítulo”, además de la presentación escrita por María Victoria y una serie de fotografías, al final del libro, de los padres de Caicedo, de sus hermanos y de él mismo, donde abundan anotaciones que explican las diferentes imágenes.
El libro refleja la gigantesca depresión que padece Andrés Caicedo mientras escribe su diario, el cual se empeña en no llamar propiamente “diario”, sino más bien ejercicios de escritura, siempre buscando una especie de catarsis para la decepción que siente de él mismo y la abismal tristeza que le provoca su adicción a las drogas y el no poder expresar cómo quisiera los sentimientos que alberga hacia su madre. Caicedo padece durante toda su corta vida una extrema sobreprotección por parte de su madre, derivando esto en una muy ahondada mamitis; ambas cosas, sumadas a su adicción por las drogas, causan su depresión y un sentimiento de inferioridad que allanan el noqueado cerebro del joven autor colombiano para que, después de varios intentos, por fin consiga poner punto final a su vida.
En El cuento de mi vida se vislumbra el posible paseo de Caicedo por las páginas existencialistas de Sastre y de Camús, al menos que el precoz escritor colombiano, sin proponérselo, haya dado forma a una novela existencialista latinoamericana con los duros adobes de su propia vida. Considero que los mejores capítulos del libro son los primeros tres: “Remontando el río”, “Silvia” y “De película por los Ángeles”. Es en estás páginas donde se ve el oficio literario de Caicedo, aun cuando habla de que no ha podido escribir el capítulo que tiene en mente para el proyecto de su primera novela. Es también en las líneas de estas primeras tres partes del libro donde el colombiano confiesa su gusto por el séptimo arte (todo un cinéfilo declarado) y por escritores clásicos, entre los cuales destaca su fervor por Edgar Allan Poe.
Los capítulos restantes del libro siguen mostrando crudamente el hundimiento anímico de Caicedo. El “último capítulo” (titulado así) es demasiado cursi y a la vez desesperante para Andrés; incluye una carta a su pareja de entonces, Patricia, sabiendo que quizás -o talvez ya con la certeza en la sangre, y de ahí el empujón mayúsculo para caer en su decisión sin marcha atrás de suicidarse- dicha carta nunca llegaría a manos de la susodicha, que lo acaba de abandonar. La carta está fechada en Cali el día de su trágica muerte. Las últimas líneas de Caicedo, a diferencia de las primeras, se ven bastante improvisadas y descuidadas, se nota el estado indiferente del colombiano ante la estética de lo que deja ver su pluma, y se deduce más un desahogo con el que probablemente Andrés buscaba espantar a sus demonios, que le aconsejaban optar por terminar con su depresión acabando él mismo con él mismo.
El cuento de mi vida muestra a un niño prodigio que consiguió convertirse en un buen escritor, pero no cabe duda que el suicido en plena juventud contribuyó enormemente a que la figura y la obra de Andrés Caicedo fueran objeto de culto, y a que él sea visto en todos los países a donde han llegado sus libros, incluso en su misma tierra, como un mito y toda una leyenda de las letras colombianas.

Letras existencialistas



Las novelas existencialistas me gustan bastante, sobre todo las escritas por Albert Camus y Jean Paul Sartre, ambos acreedores al Premio Novel de Literatura en 1957 y 1964, respectivamente; Sartre lo rechazó. Es inevitable perderse placenteramente entre las páginas de El extranjero, de Camus, y La náusea, de Sastre. Aunque también es muy cierto que este tipo de literatura puede llegar a ser un poco deprimente; tal vez ese sea su fin, tal vez no, pero las letras existencialistas suelen, por lo general, ser tristonas y reflejar una realidad cruda y pesimista. Aun con todo es gozoso leer y releer a estos dos escritores y filósofos franceses.
Bueno, pues acabo de leer un libro existencialista latinoamericano basado en las memorias inéditas del escritor colombiano Andrés Caicedo. Estas memorias fueron escritas por Caicedo en una especie de diario que llevaba para, al parecer, buscar una especie de catarsis debido a su adicción a las drogas, a la profunda depresión que padecía y a su oscuro pesimismo. La obra se titula El cuento de mi vida. El libro está escrito muy al estilo de Sastre y de Camus y es bastante deprimente; quizá Caicedo logre que uno asimile y se hunda en su depresión mucho más que en otras páginas de este tipo debido a que no se trata de ficción, si no de la realidad vivida a través de sus pesimistas sentidos.
Hay que reconocer que Caicedo conocía y practicaba en forma excelente el oficio de escritor, pero en cuanto a letras existencialistas prefiero quedarme con las de Camus y las de Sastre. No es que yo practique un malinchísmo latinoamericano, ni mucho menos; me gusta el estilo de Caicedo, pero no comulgo con su forma tan oscura, trágica y depresiva de ver la vida. Caicedo se dejó llevar tanto por su filosofía existencialista que acabó por suicidarse cuando tenía una vida y una carrera literaria, seguramente con mucho éxito, por delante. Considero que vale la pena leerlo, siempre y cuando no seamos muy susceptibles de caer en la influencia depresiva envolvente que tienen ciertos escritores cómo Caicedo, al menos que después de cada sesión de lectura de este tipo de obras se tenga a la mano algún material de Alex Dey. En su tierra, así cómo en todos los países a donde ha llegado su obra, Caicedo es objeto de culto y toda una leyenda.

Enseguida de este post, y en orden del más reciente primero (arriba), dejo la reseña de las deprimentes memorias de Caicedo.

martes, 14 de septiembre de 2010

Atracón de letras


Últimamente me he sentido como guachinango en las aguas del Golfo de México, por supuesto que en las corrientes donde no llegó el manchón de petróleo ocasionado por la compañía petrolera británica, o séase como pez en el agua; lo escribo así tratando de darle un toque diferente al pronunciadísimo lugar común. Y es que, debido al diplomado en letras que curso, me he sumergido en un tsunami de libros que me ha inundado de un placer como pocos. No sé si todo aquel que gusta de la lectura, sobre todo de libros, sentirá lo mismo que yo: cómo iniciado en una cofradía secreta del conocimiento. Los libros te permiten entrar en un número ilimitados de mundos, de universos. La cabeza de cada escritor es un universo, y cada universo es un misterio. Parafraseo un dicho muy mentado por mi tío Gerardo, que reza: “Cada cabeza es un mundo y cada mundo es un misterio”. Si la frase no nació de la meditada ocurrencia del tío Gerardo, sabrá Dios de donde la plagió. Lo más curioso del asunto es que los libros son mundos y universos que siempre han estado al alcance de todos, de cualquiera que desee echarse un clavado en ellos, pero somos pocos los que sucumbimos a su llamado.
A varios de los escritores que hemos estado leyendo ya los conocía, algunos solo los había escuchado nombrar, y otros tantos más eran completamente desconocidos para mí, pero hasta ahora todos me han deleitado con sus plumas, con sus maquinas de escribir y, los más modernos, con sus laptops.
En el diplomado nos han puesto a que desarrollemos ejercicios literarios. A partir de hoy voy a empezar a subir a este espacio estos ejercicios. Espero que gusten de ellos y los disfruten tanto cómo yo me divertí al escribirlos.
Aquí, bajo este post, dejo el primero.

Ejercicios literarios I: Reseña

Esto que ves es un rostro, ¿Pero de qué, de un cuento o de una novela?


A partir de la segunda mitad del Siglo XX los escritores latinoamericanos llamaron la atención en todo el mundo debido a sus propuestas literarias frescas, vanguardistas y con una calidad irrefutable. Jorge Luis Borges ya había comenzado a garabatear, antes de los años cincuenta, sus cuentos fantásticos que hasta la fecha pocos entienden; entre sus libros más conocidos están Ficciones (1944) y El Aleph (1949). En México, a comienzos de la segunda mitad del Siglo pasado, Juan Rulfo revolucionó la forma de escribir una novela con Pedro Páramo (1955). Se podría decir que es a partir de la aparición de Pedro Páramo que muchos otros escritores en Latinoamérica lanzan al mercado obras rebosantes de una literatura que no se había visto hasta entonces. Entre los exponentes más famosos del llamado Boom de la literatura latinoamericana están Julio Cortázar y su inigualable e inagotable Rayuela (1963), Mario Vargas Llosa y su juego con el tiempo en La casa verde (1966), y Gabriel García Márquez y las historias entremezcladas de todos los integrantes de la familia Buendía en Cien años de soledad (1967).
En este siglo que corre algunos escritores no se han quedado atrás y también han arrojado propuestas a las aguas cambiantes de los océanos literarios actuales. Una de esas propuestas es la novela Esto que ves es un rostro, de la escritora española Lolita Bosch. Además de ser su primera novela, esta obra la llevó a conseguir el "Premio de Experimentación Literaria de Òmnium Cultural" en el 2004.
Esto que ves es un rostro trata sobre una mujer joven a quien se le acaba de morir su padre. La chava va escribiendo a manera de diario las impresiones y vivencias que le deja la muerte del hombre que, a pesar de ser el único sobreviviente a un incendio además de ella, no frecuentaba y al que cree culpable de la muerte de su madre y sus hermanos a causa de las llamas. La forma en que escribe Elisa Kiseljak, la protagonista, es siguiendo a su alter ego y lo que este le dicta; sigue a su consciencia, a su otro yo, diría Benedetti, y todo lo que ese otro yo recuerda de su presente, de su pasado, del tiempo que ha vivido y que está por vivir es viéndolo como un corredor, un pasillo con muchas puertas con un número cada una de ellas. Esas puertas representan los años que se fueron y los que vendrán. La propuesta de Bosch es interesante, su pluma da correría desbocada a largas frases durante toda la novela, frases que a veces en más de media página no llevan ningún punto, ninguna coma y tampoco punto y coma. Las frases simplemente se suceden a través de la voz del alter ego de la protagonista como una serie de pensamientos que llevan un orden pero vuelan desbocados mientras ella los sigue y los aterriza en el papel.
La novela de Bosch deja mucho trecho abierto para que el lector lo llene con sus conclusiones y su imaginación. Se entiende que el cadáver del padre tiene el rostro desfigurado, y ahora que la hija lo puede ver, no lo reconoce y busca hacerlo a través de tres textos del fallecido; esos tres textos son, a mi parecer -junto con la propuesta de las frases sin las anclas de la puntuación- lo mejor de la novela. Los tres textos son bastante poéticos, parecen versos escritos uno seguido del otro y solo separados, estos sí, por puntos y comas; además están escritos en cursiva, lo que les da un toque muy ad hoc.
Un detalle bastante intelectual que habla muy bien de Lolita Bosch es el hecho de que incluyó, cómo inicio de la novela, un párrafo de Luz de agosto (1932), de William Faulkner.
La novela de Bosch me gustó, pero siento que queda a deber, por el hecho que es repetitiva en algunos de sus párrafos, además de que sí se llega a notar en algunos de ellos la falta de las comas en frases que, a mi parecer, debieran llevarlas. Algo a favor de esta propuesta de escritura es que, a pesar de la falta de puntuación necesaria, si es comprensible la trama y si se pueden detectar los comienzos y finales de dichas frases. A leguas se nota la influencia en la escritora española del último capítulo del Ulises, de James Joyce, donde una serie de pensamientos desenfrenados pueblan las páginas dando pie a que el lector los interprete cómo más le venga en gana; pero, aun así, Joyce es Joyce.
También me parece que la extensión en el número de páginas deja la clasificación de la historia entre un cuento largo y una novela corta, aunque con mucho más de cuento que de novela.
Esto que ves es un rostro convence aun cuando le hace falta esa parte de la narrativa que da las características necesarias para que una historia se considere novela.

El guiño


No son pocas las veces que una pregunta ha flagelado mi pensamiento y mi consciencia inútilmente, y esa pregunta es ¿Porqué no seguí mi instinto literario en el momento en que me hizo el primer guiño? Si así lo hubiera hecho lo más seguro es que, en vez de estudiar contabilidad, ahora tendría en mis haberes el título, y hasta la maestría, de una licenciatura en letras o por lo menos en ciencias de la comunicación. El guiño que no advertí lo recibí mientras cursaba los primeros semestres de preparatoria, y fue en la clase de “Taller de lectura y redacción”. Por aquel entonces conocí a Kafka, a García Lorca, y algunos otros escritores de lujo de quienes nos encargaban, como tarea semanal, leer completa una de sus obras y hacer el resumen con todo aquello que nuestra memoria retuviera. La maestra de esta clase era eficiente, nos obligaba a leer mediante la amenaza de que ella leería todos y cada uno de nuestros resúmenes y si ante sus ojos pasaban dos tareas iguales, una de alguien que sí cumplió y la otra un clon hecho por un flojonatas, a ambos alumnos les pondría cero dado que a su juicio era imposible identificar el trabajo original del trabajo copiado. Algunos compañeros confiaron en que la amenaza no iba a pasar de ser solo amenaza y tanto al alcahuete como al holgazán les signaron con un círculo colorado sus cuadernos del taller.
Yo disfrutaba leyendo y escribiendo los dichosos resúmenes, pero esta situación no fue el guiño a que me refiero. En la sección del semestre que yo cursaba había una chava muy guapa y, hay que reconocerlo, muy viva: a veces me pedía que le leyera mi resumen del libro en turno, y en base a lo escuchado ella redactaba el suyo. Nunca me negué a sus peticiones, que ojalá y hubieran llegado más allá de lo académico, ya que bastaba que me mirara para perderme en sus lindos ojotes color miel. La chava tenía otras cualidades; además de guapa era muy buena onda y también muy estudiosa. Y algo más: gustaba de la literatura. Cuando no escribía su resumen al parecer se debía a que trabajaba por las tardes en una miscelánea que tenían sus papás en donde si la chamba se tornaba agobiante no le daba chanza de leer el libro entero que tocaba.
El guiño consistió en que, al enterarme del gusto por la literatura de mi guapa compañera, escribí mis primeros cuentos para ella; fueron dos y los garabateé en una sola tarde. Recuerdo que la experiencia fue parecida a un ejercicio de escritura en automático. Tenía la idea del comienzo de una historia y un espejismo nebuloso del final, así que comencé a escribir cómo poseído, perdido entre las cuartillas rayadas que mi puño llenaba de ficción. Terminé un primer relato. No me gustó. Trataba sobre un callejón (al parecer así se llamaba el cuento, El callejón) en el que un fantasma se la pasaba dándole cuello, bueno...matando, a todo aquel que cruzara por allí. Cuando llegué la final del relato lo leí y releí y no me llenó el ojo. Me pareció que la historia, en vez de dar miedo y despertar el terror escondido del lector, iba a parecer floja, y con un final cursi. Aun así me la quedé, pero decidí escribir otra. Otra vez me parecía que era la pluma, y no yo, quien escribía, que mi mano solo sostenía al bolígrafo mientras se dejaba llevar a la velocidad que él quería. Prácticamente no paraba de tatuarle palabras a las hojas del cuaderno, y cuando me detenía un pequeño instante era porque había cometido un error en algún vocablo.
El segundo cuento me llevó más tiempo, lo terminé casi anocheciendo. Al escribir la última palabra apliqué la misma catadura: lo leí y releí. Me gustó. La trama del relato se basaba en una nave espacial extraterrestre que caía cerca de un ranchito donde un chavito de diez años vivía en la casa de su abuelo. El mocoso, curioso cómo él solo, veía caer una especie de pequeño sol -la nave- en los alrededores de una laguna cercana al poblado y salía a la noche para averiguar que había caído del cielo. Al llegar a la laguna, el chavito descubría la nave y a sus tripulantes, Los Guerreros Solares (fue cómo nombré el cuento), descendiendo de una especie de estopa gigante en llamas, unas llamas que eran capaces de dejar ciego a cualquier humano que las mirase. A partir de ahí se desarrollaba la historia. El título me lo fusilé de una película que por aquellos años andaba de moda y que en español se tradujo así, Los Guerreros Solares. Era todo lo que yo conocía de dicha cinta, y lo único que conocí, puesto que nunca la vi.
Al día siguiente le platiqué a mi compañera, la chava de los lindos ojotes color miel, mi hazaña literaria y me pidió que la dejara leer los cuentos. Lo hice y le gustó el de Los Guerreros Solares. Ya encarrerado y con semejante motivación, escribí un tercer relato, bastante cursi y agringado, al que titulé Los amigos y que trataba sobre dos policias que se echaban tanto la mano que, en vez de amigos -ahora que lo pienso- parecían una pareja de gays. No recuerdo si se lo di a leer a mi bella e inquietante amiga, pero si así fue no le ha de haber gustado igual que el de los guerreros, porque no se me grabaron sus elogios para el cuento; quizá fueron nulos.
Este es el guiño al que me refería al principio del post, guiño al que no hice caso cuando disfrutaba y sufría mi adolescencia. La literatura no volvió a flirtearme hasta hace ocho años, cuando retomé el hábito de la lectura hasta volverme un adicto compulsivo. Y de tanto leer desperté a la loca de la casa, la imaginación, que me estuvo muele y muele con la idea de que escribiera, y le hice caso. Y heme aquí, azotando el teclado cada vez que las palomas, los murciélagos, o vayan ustedes a saber qué, se cuelan al campanario.
Hay que hacer caso al guiño, al instinto, eso que algunos llaman sexto sentido, porqué cuando embate con la fuerza descomunal de un rayo, seguro nos está gritando la verdad de algo que aun no hemos visto, pero que es cierto, y que necesitamos descubrir.