lunes, 27 de diciembre de 2010

Incurable adicción


“Hola. Mi nombre es J y soy bibliófilo, un adicto a la compra y la lectura de libros”. Estas serían mis palabras iniciales si existirá un grupo u organización que tratase la adicción a las letras y yo me presentara en una de sus reuniones buscando evitar las visitas a las librerías, la compra de libros y la lectura a ojos llenos, pero cómo no existe un grupo de ayuda cómo tal, tendré que seguir padeciendo, gustoso, mi obsesiva adicción por la literatura.
Los libros me embelesan, son objetos de papel letrado que tienen un efecto hipnótico en mí. No existe tienda, ya sea de autoservicio, abarroteril o departamental, en la que no me dé una vuelta por la sección de libros y revistas cuando sé que el área existe dentro del lugar. Por desgracia, las editoriales surten mucho libro de contenido chatarra, contenido que raras veces nutre el intelecto y en cambio hace más morbosas y baquetonas a las neuronas; aun así es posible pescar buenos títulos en las tiendas cuyo eslogan evoca una invitación a llenar la alacena y el refrigerador. La empresa de buscar y encontrar buenas obras literarias es mucho más fácil en las librerías que son exclusivamente librerías. Sin embargo, y casi al borde de la desesperación, he encontrado buenos ejemplares en los mercados misceláneos, y a precios de risa. Hace cómo cinco meses, en un lote de saldos del supermercado que ostenta la frase “aprecio por ti”, encontré la novela Memorias de una superviviente, de Doris Lessing, en una excelente edición debolsillo que me costó menos de cuarenta pesos. El libro de la escritora inglesa me cerró el ojo quince días antes de que me decidiera a comprarlo, o más bien de que pudiera comprarlo, ya que la raquítica economía que me acompañó durante todo el año, con unas subidas desmoralizantes y unas bajadas de pánico, imponiéndose las segundas, no me dejó llevarme la novela de Lessing, a pesar del bajo precio, cuando se dio nuestro primer encuentro. Cada vez que iba a surtir la despensa veía el libro y, según yo, lo escondía detrás de un montonal de novelas modernas, desconocidas y caras. Cuando regresaba a la tienda, Memorias… ya estaba destapada de nueva cuenta, al frente de los demás volúmenes. Tuve que sacrificar la crema para afeitar aquel sábado que me decidí a todo o nada con tal de hacerme de la novela de la Premio Nobel de Literatura 2007.
En mis constantes excursiones a la caza de joyas literarias conocí las librerías del usado. Las primeras ocasiones que porfié entre los estantes de libros Remi -aquellos vendidos por sus padres adoptivos- quedé desilusionado. Y es que en ese entonces, hará como cinco años, yo era un lector de bestsellers de moda, no más. Mi desilusión se dio porque el libro usado ofrece muy pocas alternativas bestsellerianas, y esas pocas son a precios tan altos que por una diferencia no muy grande es mejor ir a otro lugar por el mismo título, pero nuevo.
Así hubiese seguido entre pura novedad editorial hecha casi al vapor de no ser porque decidí escribir, pero no sin antes aprender a hacerlo lo mejor posible. En el afán de conocer los secretos necesarios para enfrentar a la hoja en blanco caí a mi primer taller de literatura llamado “Taller de apreciación y creación literaria”, impartido en el Icocult Laguna. El taller me acercó a los grandes de las letras, sobre todo de las letras latinoamericanas. Ese año, el 2006, gracias a las primeras cátedras literarias enfocadas a la creatividad, leí por primera vez las obras de gigantes cómo Juan Rulfo, Jaime Sabines, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Mario Benedetti, Mario Vargas Llosa y muchos escritores más, no solo de nuestro continente, sino de todo el orbe, incluyendo a los clásicos. A falta de los títulos más antiguos y poco publicados de estos literatos en las librerías de nuevo, volví a las de usado, y desde entonces dichas librerías me vuelven loco tanto cómo todas las demás; son tan estimulantes e interesantes cómo las del nuevo, incluso más, ya que entre los libros usados uno puede encontrar muy buenas ediciones de colección, ediciones que jamás volverán a frecuentar los estantes que rebosan contemporaneidad.
A pesar de la situación económica que no logra despuntar, logré hacerme de un buen número libros, entre nuevos y usados, entre compras y obsequios, durante este año que ya casi se nos escurre por completo. Algunos de los títulos que engrosaron mi biblioteca personal en el 2010 son: Parábola del moribundo y Tientos y mediciones, breve paseo por la reseña periodística, de Jaime Muñoz Vargas; Polvo rojo y Con las piernas ligeramente separadas, de Daniel Herrera; Artificios y El Aleph, de Jorge Luis Borges; Alí Chumacero, poesía y prosa, de Alí Chumacero; El Siglo de las Luces, de Alejo Carpentier; Dos crímenes y Los relámpagos de agosto, de Jorge Ibargüengoitia; Más allá del desierto, de Yolanda Natera; Imaginario de voces, de Julio César Félix; Antología narrativa, de Agustín Yáñez; Los de abajo, de Mariano Azuela; Pasos, repasos y tropiezos de dos centenarios, de Jesús de León; Claridad errante, poesía y prosa, de Octavio Paz; Quien de nosotros y Primavera con una esquina rota, de Mario Benedetti; Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño; Escribir, por ejemplo, de Carlos Monsiváis; La lección de las diosas, de Silvia Salinas; Los hechos, de Philip Roth; El secreto de la fama, de Gabriel Zaid; Autorretrato con Rulfo, del maestro Saúl Rosales; La ninfa inconstante, de Guillermo Cabrera Infante; y cómo cinco o seis títulos más, sin contar todos aquellos que se leen dentro de las cátedras del diplomado en letras.
Durante los últimos doce meses la cosecha de libros fue cuantiosa, seductora e irresistible; seguro estoy que avivará y mantendrá el fuego de mi incurable adicción por las letras.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

El estrés decembrino


A finales de noviembre comencé a sentir un estrés que hasta la fecha me ha acompañado cómo sombra: el estrés decembrino. Esta especie de presión física y mental es común durante el último mes del año, mes en que los negocios y las calles son sorprendidos por marejadas y marejadas de gente a cualquier hora del día, y se podría decir que también de la noche, al menos hasta el momento del cierre establecido por las tiendas. Todo mundo busca los regalos de noche buena, los ingredientes para la cena de ese día y, si el presupuesto alcanza, darse uno que otro gustillo con lo que quede del aguinaldo.
La chamba que realizo para sobrevivir y los trabajos finales del diplomado en letras me atestaron un estrés, pocas veces experimentado, durante los últimos quince días, pero un estrés bastante gozoso, sobre todo el proveniente de las tareas finales del diplomado. La noche del viernes 10 de diciembre, incluyendo la madrugada del sábado 11, dormí, a lo más, hora y media. Dicho sábado tenía que presentar dos ensayos con aparato crítico (uno para la clase de ensayo y otro para la clase de novela), un poema y un cuento. El cuento fue bolillo engullido debido a que en mis tiempos libres, y en los no tan libres, me la paso escribiendo y corrigiendo cuentos. El poema me rondó por la cabeza cómo si se tratara de una mariposa perdida en un vivero, sólo tomé, cuando lo consideré oportuno, la red y atrapé al ser revoloteante para después fijarlo en el papel. Los ensayos si fueron otra cosa. Al igual que con el poema, dejé que las ideas para el estudio de cada tema, junto con sus respectivas conjeturas y digresiones, se divirtieran en mi azotea hasta que me asaltó la incontrolable necesidad de subir a la terraza a cazar a los pájaros juguetones que me asediaban para por fin estamparlos contra la hoja en blanco. Y aunque ya llevaba un buen trecho en ambos textos ensayísticos, las llamadas y sus notas al final de cada trabajo me robaron mis horas de sueño, pero la vivencia fue bastante estimulante y placentera. A eso de las diez de la noche degusté un café bien cargado, a las doce otro, y a la una de la madrugada uno más. Para no correr el riesgo de perder la lucidez mientras escribía, puse en práctica la técnica que, según los historiadores, utilizaba Leonardo Da Vinci para soportar largas y extenuantes jornadas de trabajo, y que consiste en trabajar durante tres o cuatro horas y después dormir de quince a treinta minutos. Así que aquella madrugada me la pasé alternado dos horas de escritura con treinta minutos de sueño, hasta que dieron las ocho de la mañana. Esta técnica del pintor y genio florentino la leí hace tiempo en el artículo de algún periódico o de alguna revista, quedándose grabada en mis neuronas por el aspecto práctico y tan interesante que le encontré. Lo mejor de todo es que me funcionó.
El sábado pasado presenté los trabajos a tiempo y anduve fresco y despierto todo el día. Fue a eso de las diez de la noche cuando me pegó la resaca de la amanecida gracias al reventó de letras que me aventé. Al ir a dormir caí inconsciente, tanto que no recuerdo la forma en que llegué a la cama. Desperté la mañana del domingo, más o menos cómo a las once, y ya un poco recuperado.
El estrés decembrino me alejó de mi blog, pero tengo el firme propósito -no de año nuevo, sino de ya- de escribir sobre las vivencias más significativas que experimenté durante el 2010 y con ellas subir un post cada tercer día durante la segunda mitad que resta de diciembre. Después de estas líneas va el primer post: una reseña sobre El amante de Janis Joplin, de Élmer Mendoza.

Narcotráfico, béisbol y Janis Joplin


Ahora que el narcotráfico y su desenfrenada violencia, la corrupción a gran escala y la inseguridad han avasallado a México abarrotado los encabezados de las noticias a nivel nacional e internacional, el escritor sinaloense Élmer Mendoza a ganado más lectores, tanto en nuestro país cómo en todos aquellos lugares del mundo donde se publican sus libros, que abordan con bastante calidad y originalidad la cruda situación que padecemos los mexicanos.
El amante de Janis Joplin, novela de Élmer que sale de las imprentas en el 2001, trata sobre los ires y venires de David Valenzuela, joven medio tontolón y poco agraciado físicamente, quien, después de matar a Rogelio Castro en defensa propia y en forma involuntaria durante un baile de cumpleaños que se llevaba a cabo en el pueblo aserradero de Chacala, tiene que huir a casa de unos tíos que viven en Culiacán, Sinaloa. Gracias a su tío, David comienza a jugar béisbol, deporte donde la pichada se le da de forma muy natural debido a que en Chacala se la pasaba en el monte cazando conejos y armadillos a base de pedradas, limpias y certeras pedradas. Cuando menos acuerda, el improvisado lanzador de pelota caliente va a jugar a Los Ángeles, California, ganando fama y notoriedad gracias al contrato, con el equipo de grandes ligas de los Dodgers, que le ofrece un buscador de talentos beisboleros. En ese mismo viaje, David conoce y hace el amor con Janis Joplin, la cantante hippie que anduvo de moda en la época en que transcurre la novela. David se enamora de la estrafalaria cantante de rock, y a pesar de que pierde el contrato con los Dodgers debido a una borrachera, motivo por el que regresa a Culiacán con sus tíos, su más grande sueño es volver a los Estados Unidos para encontrar a la Janis y casarse con ella.
Es en el regreso al pacifico mexicano donde comenzarán las aventuras y pesadillescas desventuras para David, ya que uno de los Castro lo anda rastreando para cazarlo y así vengar la muerte de su hermano Rogelio. Los Castro son un clan dedicado al narcotráfico, perteneciente al cártel del Triángulo Dorado. Entre todas las peripecias que sufre y goza David, va a parar a un puerto y se convierte en pescador, vive de cerca el narcotráfico -al que ingresa por accidente-, tiene contacto con una guerrilla a través de su primo El Chato, quien es uno de los líderes -además de plagiador y contrabandista de armas, tanto para su causa cómo para las organizaciones criminales de la droga-, conoce la ilegalidad, atrocidades y prepotencia de la policía judicial representada en Los Dragones -un grupo de élite- y su avasallante comandante, y, a pesar de ser demasiado feo, es acosado por una de las mujeres más bellas del pueblito pesquero en el que aprende los gajes del oficio de San Pedro.
En El amante…, Élmer Mendoza, además de dar vida a una historia bastante ligera de leer, y que divierte cómo pocas, destapa ante nuestros ojos una de las cloacas más pestilentes del país para mostrarnos la realidad que desde hace décadas hace de las suyas en el inframundo y que en la actualidad se ha desbordado inundando con sus inmundicias a todo México, entre cuyas corrientes bullen el narcotráfico y su influencia en la vida y la cultura de la gente de todas aquellas regiones que absorbe, así cómo la corrupción y la impunidad que han existido desde tiempos inmemoriales en esta parte del orbe.
Algo bastante digno de mención es el estilo y el leguaje de que se vale Élmer Mendoza para narrar la historia, donde se nota una influencia muy marcada en él por la “Literatura de la Onda”, entre cuyos representantes destacan Parménides García y José Agustín. Esta forma de narrar es muy ágil, más rápida, ya que los diálogos se entrelazan entre los párrafos de la narración sin necesidad de utilizar guiones cada vez que algún personaje toma la palabra. Asimismo, el lenguaje es tomado del mundo real por Élmer Mendoza, con todo y sus modismos y leperadas sin censura, e insertado en la novela, dándole una naturalidad muy mexicana, tanto que pareciera que nos encontramos escuchando la historia de voz de algún familiar o amigo, jocoso y mal hablado, técnica también utilizada desde hace varios lustros por los dos citados escritores de “la onda” o “contracultura”.
La literatura de Élmer Mendoza contenida en El amante de Janis Joplin nos muestra la droga a gran escala, los cuernos de chivo, las autoridades -legales e ilegales- y la porquería de que están hechas, las ejecuciones, la gran vida que se dan los narcotraficantes y la muerte que suelen encontrar, la importancia que toma el azar en la vida de las personas que, aunque no muy inteligentes pero con un talento excepcional para sobrevivir, llegan a disfrutar y padecer todas aquellas situaciones que muchos solo conocen en sus sueños más locos, y todo aquello que antes nos asombraba cuando nos enterábamos a través de los periódicos, la radio o la televisión, pero que ahora es el salpique de sangre nuestro de cada día.