martes, 13 de noviembre de 2012

La visita de las musas



Me he sentado a escribir frente a una laptop pequeñita. La empresa donde trabajo me la asignó casi desde que comencé a laborar en el negocio con el fin de que desarrolle con la mayor efectividad posible mis actividades diarias.  El teclado, al igual que el equipo al que pertenece, es pequeñito. Comparado con las teclas de mi vieja pero imbatible acer, cuando escribo en él es imposible no imaginar que tecleo esposado. Mis manos permanecen muy, muy cerca. Si embargo, tengo varios días con una idea en la cabeza que se rehúsa a desaparecer: escribir en la minúscula lenovo sobre algo que no tenga que ver con mi trabajo. Al menos no en demasía. Hoy fui seducido por la ligera computadora portátil y aquí  estoy, tecleando unas líneas que pretendo sean sólo personales. Aunque existe la posibilidad de que al final las suba al blog.
        El reloj de la lenovo acaba de marcar la una treinta y tres de la madrugada. Me descubro con sueño, pero bastante excitado como para escribir toda la noche. ¿Acaso serán las musas, camufladas a modo de minilaptop, que por fin me han visitado? El arte es caprichoso.
        Al lado izquierdo de la lenovo se encuentra La máquina de pensar y otros diálogos literarios, libro que debo entregar dentro de unas horas en la biblioteca Enriqueta Ochoa. No quisiera devolverlo. Leí todas sus páginas dos veces consecutivas y aun no me deshago de la impaciencia por leerlo otra vez. No tendré mas remedio que volver a pedirlo prestado por unos cuantos días más. Cuando lo devuelva definitivamente, echaré de menos a Alfonso Reyes y a Jorge Luis Borges, autores de los textos críticos que conforman el volumen.
        Un amigo doctor, cada que se presentaba la oportunidad, me decía: “La naturaleza es muy sabia”. El sueño acaba de caerme encima de nuevo, con más fuerza, cual vil agente de tránsito torreonense: sin avisar y con ventajosa alevosía. Me voy a dormir. La naturaleza es muy sabia y hay que hacerle caso. El reloj muestra la una cincuenta y ocho de la madrugada. Una musa de carne y hueso inquieta mis sentidos cada que la pienso y la veo desde hace varias semanas. Espero encontrarla en el onírico mundo al que estoy a punto de ingresar.

lunes, 12 de noviembre de 2012

La máquina perfecta


Conocí en persona a Jaime Muñoz Vargas el 26 de noviembre de 2008 en su oficina, situada en el segundo piso del edificio que por entonces albergaba al Icocult Laguna, edificio que aun se encuentra sobre la esquina de la avenida Juárez y la calzada Colón, pero que ya no es la sede del organismo cultural del Estado. Recuerdo el día exacto porque Jaime me obsequió dos libros antes de que nos despidiéramos: Boca de arena bajo el cielo, integrado por cuentos de alumnos de un taller literario que impartió Guillermo Samperio; y Monterrosaurio, que comprende un agudo ensayo escrito por Jaime sobre “El dinosaurio”, microrrelato de Augusto Monterroso, además de las ingeniosas y -muchas de las veces- chuscas posibilidades de diferentes microrrelatos que experimenta el autor de Parábola del moribundo basándose en la estructura narrativa de la ficción más conocida del autor guatemalteco. Jaime garabateó la fecha de ese día debajo de la dedicatoria  que me escribió al entregarme Monterrosaurio.
        En aquella ocasión visité a Jaime para que me asesorara sobre cómo enviar un libro de cuentos a La Fragua, firma editorial del Gobierno del Estado, para su posible publicación. Después de platicar por un lapso de tiempo bastante ensanchado, y que pasó volando ante mí, Jaime me dio dos consejos que me ayudarían si mi afán por ser escritor iba en serio: “No hay que bajar la guardia”, refiriéndose a que no hay que dejar de escribir; y “Siempre hay que tener un buen libro al lado”, donde la recomendación es siempre estar leyendo a los buenos escritores.
        Es ahora que tengo meses sin escribir en forma constante, y que acabo de dar con un libro que reúne ensayos escritos por Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges, que comprendo en su totalidad los dos consejos de Jaime. El título es La máquina de pensar y otros diálogos literarios, publicado por la Asociación Nacional del Libro A.C. en coordinación con la SEP, la Cámara Nacional de la Industria Editorial y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. La máquina de pensar… se distribuyó de forma gratuita el 12 de noviembre de 1998. El motivo fue la celebración del Día Nacional del Libro en México. El ejemplar que encontré descansaba en uno de los estantes de la Biblioteca Pública Enriqueta Ochoa, de Torreón. Los textos críticos de los dos monstruos de la literatura latinoamericana y mundial que conforman el libro, desentumecieron mi adormilado ánimo por plantarme frente al teclado. Y es que tanto Reyes como Borges disertan de una forma tan amena y divertida sobre libros y autores, sin utilizar palabras ni frases rebuscadas, que es imposible no contagiarse de su adictivo entusiasmo por el deleite con la lectura y la escritura.
        Los ensayos de Alfonso Reyes aparecieron por primera vez en diarios y revistas de su época. Tiempo después, los textos fueron embonados en varios de los volúmenes de las Obras completas del literato regiomontano, publicadas por el Fondo de Cultura Económica. En cambio, Borges escribió todos los textos antologados en La máquina de pensar… para la revista El Hogar, de Buenos Aires, Argentina, diálogos literarios que con el tiempo formarían parte del libro Textos cautivos, publicado por Tusquets Editores. A pesar de que la revista para la cual Borges escribió sus ensayos tiene un nombre que suena a publicación aburrida para amas de casa abnegadas, las letras del autor de El Aleph son -como todas las surgidas de su pluma- asombrosas y llevan su genial e inconfundible sello.
        En esta compilación, llevada a cabo por Felipe Garrido, los dos escritores dialogan a profundidad sobre La máquina de pensar -invención que Raimundo Lulio (Ramón Llull) dio a conocer a fines del siglo XIII-, Otras máquinas, La novela policial –a la que revindican y enaltecen-, y escritores que influyeron en sus vidas y sus letras, como James Joyce, Miguel de Unamuno, Jorge Isaacs, Chesterton, Los Huxley, Breton, Wells , Eliot, Valéry, Hauptmann y otros tantos más. La máquina de pensar… termina con un epílogo en el que Reyes escribe lo mucho que admira las letras de Borges y en el que Borges a su vez no escatima tinta y la desborda en páginas y páginas donde da a conocer que experimenta la misma admiración, o tal vez más, por la obra de Reyes.
        No es sencillo escribir un ensayo, y mucho menos lograr que dicho ensayo sea digerible para todo tipo de personas, tanto lectoras como no lectoras, además de ameno y divertido. Reyes y Borges si confieren estas características a cada uno de sus textos. Y no sólo eso. Las letras de ambos hacen honor al título del libro al despertar y poner en movimiento nuestro pensamiento con sus palabras.
        No es posible transcribir en este espacio todos los deslumbrantes razonamientos de Reyes y de Borges, pero traigo aquí algo de lo que más hondo marcó a mi memoria. Sobre la novela policial, Borges alaba la maestría con que escribe el género Ellery Queen, autor de su tiempo, y sobre una novela de este escritor, confiesa: “He leído en dos noches los veintitrés capítulos que componen The Four of Hearts y ninguna de sus páginas me aburrió. Tampoco adiviné la recta solución del problema que, sin embargo, es lógica”. Pero existe otro literato cuya escritura abraza la también llamada novela negra y cuyas letras son consideradas inferiores por Borges. Se trata del escritor Willard Huntington Wrigth, conocido bajo el seudónimo de S. S. Van Dine, del que Borges escribe que “flamea en todos los multicolores quioscos del mundo”, y que su alias artístico es un “apretado y leve seudónimo”. Decir a un autor que sus novelas se venden en los quiscos era, en tiempos de Borges, sinónimo de chafa. Pero lo que en verdad me arrancó una buena carcajada es el comentario que lanza Borges después de enumerar algunos libros que Van Dine publicó con su verdadero nombre antes de dedicarse a tejer tramas detectivescas: “El universo había examinado esas obras con más resignación que entusiasmo. A juzgar por los atolondrados fragmentos que sobreviven incrustados en sus novelas, el universo tenía toda la razón…”. Es asombrosa la forma en que el autor de El informe de Brodie  escribe sus ensayos: echa mano del mismo tono seductor que utiliza en su narrativa, en sus ficciones, acertando con matemática precisión.
        Reyes por su parte comenta lo injusto de los despectivos nombres que comúnmente le dan a la novela policial, entre ellos los de novela de misterio, de crimen, detectivesca, policiaca, y enumera las razones de por qué él devora este tipo de novelas. Además, aboga a su favor dando a conocer dos motivos -y echándolos abajo- por los que a la narrativa sobre oscuros y, en apariencia, indescifrables crímenes se considera de tipo subliterario: “1) Los autores que a ella se consagran son demasiado prolíficos, 2) La novela policial se escribe con visible apego a cierta fórmula o canon. Lo primero es consecuencia de la excesiva demanda, y se presta sin duda a la producción industrial de obras mediocres; pero se puede ser abundante sin ser por eso mal escritor. La objeción no es una razón necesaria en contra. Piénsese en la obra, tan copiosa como excelente, de Balzac, Dickens, Antony Trollope, Galdós. La segunda objeción carece de sentido crítico. Las obras no son buenas o malas por seguir o dejar de seguir una fórmula. Siempre siguió una preceptiva de hierro la tragedia griega y no se la desestima por eso. Y Lope de Vega fue, a la vez, abundantísimo y dado a ajustarse a la fórmula fácil y económica con que él mismo organizó la Comedia Española. De suerte que este ejemplo solo (no lo trae Krutch, claro está: hoy nadie conoce, fuera de nuestra habla, la literatura española) basta para anular ambas objeciones”. Krutch, ensayista de la época de Reyes y cuyo nombre completo es Joseph Wood Krutch, vuelve a ser citado por el polígrafo regiomontano un párrafo antes de terminar su ensayo: ”Krutch exclama (¡y con cuánta razón!): `Acaso se inicia la decadencia de la novela el día que el novelista se propone discernir conscientemente entre lo importante y lo interesante. Sí: la golosina puede hartar e indigestar. Pero es un pésimo síntoma de salud preferir, en sí, la purga a la golosina´.
        Interés de la fábula y coherencia en la acción. Pues ¿qué más exigía Aristóteles? La novela policial es el género clásico de nuestro tiempo”.
        La crítica de Reyes hacia los acérrimos y ácidos críticos literarios que van en contra de la novela negra, también se ajusta como ninguna para aquellos que denuestan la obra, o parte de ella, de escritores de culto y de una altísima calidad literaria como Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes o Mario Vargas Llosa. No puede negarse que la mayoría de los comentarios hacia los libros de estos tres autores son favorables, pero existen por ahí, casi siempre entre las sombras -a excepción de Fernando Vallejo, que cada vez que puede denigra lo escrito por el Gabo-, escritores (¿?) y periodistas que no dudan en injuriar sus letras.
        A través de todos y cada uno de los ensayos que ensamblan La máquina de pensar…, Reyes y Borges nos impregnan su siempre llameante pasión por las letras, y no sólo las  policiales, sino también las de sus escritores de cabecera mencionados poco después del inicio de estas líneas.
        El libro consta de ciento cincuenta y siete páginas. La maestría inigualable con que Alfonso Reyes y Jorge Luis Borges corrieron sus plumas sobre el papel, despertó mi hambre de letras provocando que engullera La máquina de pensar y otros diálogos literarios en tres días, máquina perfecta que acaba con cualquier vestigio de indiferencia hacia los libros. 

miércoles, 31 de octubre de 2012

Limbo laboral



Una tarde de septiembre de hace dos o tres años, Torreón fue embestido por un chaparrón que lo convirtió -como hoy por hoy- en la Venecia mexicana: por sus calles y avenidas principales, al igual que en la mayoría de las colonias, sólo se podía circular en góndola. Era demasiado temerario el intento de convertir cualquier auto en un improvisado vehículo anfibio.
        La colonia donde vivo no escapó del estancamiento masivo de agua de tromba. Y tal cual ocurre en situaciones así, apareció la indeseable necesidad de salir de casa e ir a la tienda avecindada dos cuadras adelante. Caminar a la dichosa miscelánea equivalía a sumergir los pies más allá de media pantorrilla en el líquido chocolatoso de todos sabores. En vez de chapotear, preferí sacar el carro de la cochera. El sonido de las olas al golpear contra la carrocería de mi auto despertaron en mí la sensación de encontrarme dentro de una botella gigante de vidrio que flotaba a la deriva en algún río o en el océano. Fui a la tienda y volví sin que el auto desfalleciera a medio camino. Un verdadero milagro. Pero no salí librado del todo de la aventura. Cuando dejé la tienda y estaba por subir al carro, mi celular, mal sujeto, se zafó de mi cinto y fue a parar al oscuro encharcamiento. Después de balbucear cuatro o cinco leperadas afronté lo inevitable: sumergir mi mano y la mitad de mi antebrazo en la espesa laguna café en busca del teléfono. Tanteé  hasta llegar al asfalto. Después removí agua y fango de un lado a otro, de aquí para allá y de allá para acá en todas direcciones hasta que di con el ahogado Nokia. Fue desesperante. Creí que no lo encontraría.
        Algo similar he experimentado los últimos tres meses y medio. El aluvión de situaciones y vivencias encharcó mi libertad. Primero, el cambio de un trabajo a otro. Luego ese otro trabajo y su interminable y agotadora jornada diaria. Después la renuncia, el desempleo y el desasosiego. Y ahora una nueva faena laboral en la que creo saber de lo que trata. Aunque si alguien me pregunta cómo me a ido, no puedo darle una respuesta certera. Ni bien, ni mal. No se ha hecho presente la pena, pero tampoco la gloria. Me encuentro en una especie de limbo laboral. Eso sí: es, indudablemente, mucho mejor que el desempleo.
        Todo este abrupto caos de tres meses provocó que mi pluma, con la que ejerzo de escribidor, resbalara de mi mano y fuera a dar al lodoso charco situacional. Este post es la desesperada y desesperante búsqueda de mi mano sumergida en el fango en un intento por recuperar mi pluma. Mantengo cautiva la esperanza de encontrarla sin demasiada atrofia. Anhelo como nunca que aun funcione.

sábado, 25 de agosto de 2012

Una estúpida decisión


La desesperación no es buena consejera –no por nada los señalamientos de seguridad en caso de desastre que se encuentran en los edificios rezan “conserve la calma”- y si hacemos caso a sus gritos cargados de silencio, tomaremos malas decisiones. Incluso se cae en el riesgo de tomar una decisión no sólo mala, sino estúpida, cómo me ocurrió a mí hace una semana.
        La industria automotriz en México, de la cual yo formaba parte hasta hace poco, fue uno de los rubros que más padeció la crisis económica que avasalló al mundo a finales de 2008 y todo 2009, sobre todo en sus ventas internas. Aun cuando las economías globales, entre ellas la de nuestro país, comenzaron a levantar la curva caída en las gráficas, la venta de autos no se recuperó del todo y ha estado trémula los últimos dos años y medio gracias, precisamente, a una incertidumbre económica cuya niebla no termina de disiparse, y a la violencia y la inseguridad que no escampan. Todo esto provocó en mí el deseo de cambiar de trabajo, cambiar de giro. Así que cuando apareció en mi senda la oportunidad de hacerlo debido a una oferta nada desdeñable de otra empresa, no di tiempo a que la duda se acomodara a sus anchas y me enrolé en una nueva actividad, nueva al menos para mí.
       El empleo también era en el área de ventas, pero de la industria de la galleta. Cinco semanas fueron suficientes para darme cuenta de que ese tipo de trabajo no era lo mío. Se entraba de madrugada, pero no había hora de salir. Llegué a trabajar de doce a catorce horas diarias, corridas, sólo con pequeños intervalos de tiempo para desayunar y comer algo, lo que se encontrara y pudiera engullir en el camino para con los clientes. La sed, insaciable, me atacaba con una intensidad que hasta entonces no había conocido. Tomaba de tres a cuatro litros de agua durante el día y ni así acababa del todo con ella. Abandoné por completo el hábito de la lectura. Tengo el librero lleno de títulos que esperan ser leídos. Los veía con tristeza, melancólico. Me parecía demasiado remoto poder volver a tener el tiempo, las fuerzas y el entusiasmo para leer y releer cada una de las páginas de todos esos libros que sonreían apenas cruzaba la puerta de la entrada de la casa cada noche, sin que les importara que yo dirigiera una rápida mirada hacia ellos para después, resignado, volver a mi deseo más profundo de esas horas: alcanzar la cama y, de ser posible, no despertar en varios días. Y ni qué decir en cuanto a la escritura. La pluma y el teclado también padecieron mi ausencia.
        Un viernes, el antepasado, desperté con la intención de renunciar. No fue una intención de “a ver si renuncio”. Más que con intención, desperté decidido a renunciar. Y así lo hice. La desesperación me ganó terreno y no pude alcanzarla, mucho menos echarla abajo. Desesperación de verme enclaustrado en un trabajo que, aunque con una paga no tan mala, no me entusiasmaba en lo más mínimo, tal vez porque drenaba mi energía más allá de lo imaginable, tal vez porque la jornada, además de agotadora, era infranqueable. No se podía escapar de ella. Entonces, pensaba, cómo demonios voy a hacerle para buscar otro trabajo, cómo voy a hacerle para presentar mi curriculum en otras alternativas laborales. Y sin darme tiempo para meditarlo, renuncié. Tomé una estúpida decisión. Estúpida no por renunciar a un trabajo al que jamás pensé alucinar en tan poco tiempo, sino por el hecho de que renuncié sin tener una chamba segura en otra parte. Debí esperar e ingeniármelas para buscar otra oportunidad sin abandonar el trabajo que tenía.
        Ahora me encuentro en el lugar donde nunca creí que llegaría: el círculo estadístico del desempleo, morada de la bestia llamada incertidumbre, bestia que, aprovechando mi agobio, intenta devorarme.

sábado, 7 de julio de 2012

La semblanza


Una vez más la culpa ronda mi consciencia, culpa que nace por tener arrumbado mi blog. Puedo nombrar un sinfín de razones, sin duda todas válidas, para justificar la revocación del suministro de letras cuya duración se ha prolongado por poco más de cuatro meses, pero la sequía de posts puede achacarse a dos importantes causas: la semblanza de un artista que escribí para la Dirección Municipal de Cultura de Torreón y un cansancio -físico y de ánimo- que amenaza con volverse crónico.
        El protagonista de la semblanza es el escultor Carlos Magallanes Nava. El proceso que llevé a cabo para poder teclear el bosquejo biográfico del artista torreonense me dejó una muy grata e incomparable experiencia. Conocer a la persona que hay detrás del escultor, descubrir el talento, el carácter y el temple que posee el maestro Carlos Magallanes y escuchar sus experiencias en la nada fácil vereda del arte fueron momentos que quedaron cincelados indeleblemente en mi memoria. Aquel que tenga la intención de dedicar su vida -o al menos parte de ella- a una disciplina artística, y lea todo lo que tuvo que sortear el maestro Magallanes para ser escultor, no podrá asirse a excusa alguna para no seguir el llamado de las musas, cuya seducción es irresistible.
        Cada una de las charlas que tuve con el escultor está archivada en una pequeña grabadora de bolsillo que me prestó un amigo periodista. Al escuchar una y otra vez el contenido de las grabaciones viví lo que escribió Fernando Vallejo en la introducción de Logoi. Una gramática del lenguaje literario: “Todo un léxico, toda una morfología, toda una sintaxis, toda una retórica apartan al lenguaje literario del habla”. Con esta frase, el autor de El desbarrancadero expone que existen dos lenguajes: el hablado y el escrito. En el primer intento de trascribir las entrevistas que hice al maestro Magallanes me encontré con una conversación semejante o comparable a un muro en obra negra e incompleto debido a la notoria falta de un ladrillo por aquí, otro por acá y uno más allá, muro que habla en forma clara para nosotros a través de sus ladrillos, donde cada uno posee diferente tono y diferente textura y transmite características que no nos hacen notar la ausencia de bloques hasta que intentamos dibujar y pincelar con palabras toda su estructura. Es aquí donde comienza el trabajo del escribidor. Hay que revisar y dar un reacomodo a los ladrillos aplicando la mejor sintaxis de que podamos echar mano, colocar los tabiques que falten y dar color y un buen acabado al muro, todo a través de las palabras. Si nuestro trabajo de transcripción y detallado está bien hecho, el lector no lo notará, lo degustará de forma natural con la creencia de que el texto siempre ha sido lo que ahora tiene entre sus manos.
        Escribir la semblanza no fue sencillo. El acomodo de las diferentes etapas en la vida del escultor y la intercalación de anécdotas y comentarios importantes absorbieron el tiempo a modo de esponja y varias noches de sueño tuvieron que ser sacrificadas para poder llegar al punto final del texto, pero cada hora nocturna de vigilia frente al teclado y cada palabra escrita son de un valor incalculable.
        Muchas fueron las anécdotas y las frases que escuché del maestro Carlos, pero hay una que me acompaña en cada momento: “El arte debe humanizar. Cuando alguien manda todo a la fregada por el arte, incluyendo a su familia, yo me pregunto: ¿Dónde quedó el artista?”

martes, 21 de febrero de 2012

Gadgets


A la par que comenzaron a volverse populares los gadgets, mi aversión por ellos creció. Tal vez para los adolescentes y los adultos jóvenes, y hasta los no tan jóvenes, es imposible –o al menos eso parece- salir por las mañanas a enfrentar el día sin el celular o los celulares (yo no soporto cargar uno solo y hay locos que enganchan tres móviles a su cinto), el ipod, la laptop, la memoria USB, y -si la economía personal es boyante- la tablet; pero a mí me saca de quicio hasta llevar el reloj en la muñeca porque tengo que cuidar que no se golpee si paso cerca de algún objeto o hasta de la pared y no puedo dejar que se empape cuando lavo mis manos. Es muy incómodo sentir el agua agolparse entre la caja del mecanismo, la correa y la piel. Aun así sucumbo cada mañana a instalar su redondez en mi canilla por temor a que el tiempo, cuyos granos de arena cada día parecen agotarse mucho más rápido, me vaya a agarrar distraído y me juegue una mala pasada.
Los gadgets que por lo común me acompañan en mis faenas diarias, además del reloj de pulsera, son la laptop, el celular, una calculadora de bolsillo y el control remoto del sistema de alarma antirrobo de mi auto. Dentro de una clasificación menos tecnológica, siempre llevó encima el bolígrafo y un pequeño cuaderno de notas. Lo único prescindible de esta colectividad de accesorios simbióticos es el cuadernillo de notas que cabe en el bolsillo de mi camisa, pero odio relegarlo debido a que cuando lo arrumbo en la mesita de noche que está a un lado de la cama, al ir manejando, o mientras desayuno, como o ceno, o al esperar en alguna fila, o al caminar, o hasta en el váter me asaltan, sin previo aviso, ocurrencias o ideas con buena facha y me enciendo de ira al no encontrar ni un mísero papelito para escribirlas antes de que algún distractor las difumine en lo inmediato.
Ayer a medio día mi laptop cegó su monitor por falta de corriente eléctrica a causa de un falso contacto en el eliminador y de la pila recargable cuya vida útil se agotó desde hace mucho tiempo. El departamento de sistemas de la empresa donde trabajo no pudo encontrar la falla, en un principio por el burocratismo privado y después por falta de interés en mi equipo. El responsable del departamento argumentó que la laptop necesitaba una pieza conectora nueva, pero, al verme insistir en que se trataba del eliminador, lo revisó más a fondo y ajustó unas minúsculas placas de contacto que se habían movido de su lugar ocasionando que no fluyera la corriente eléctrica hacia la máquina. Esto fue casi al medio día de hoy.
Durante el tiempo que pasé sin mi laptop me acompañó la sensación extraña de no estar completo, como si hubiera sufrido una mutilación pasajera. Algo similar experimento al olvidar el celular en casa o en alguna otra parte, pero no tan intenso como cuando carezco, sin importar que sea sólo por unas cuantas horas, de mi computadora portátil. Quizás por lo mucho que la utilizo en mi trabajo y en mis proyectos personales y quizás también porque tengo con ella siete años.
Es increíble la dependencia tecnológica que padecemos en este tiempo, repleto de ruido y de furia, como la novela de Faulkner, que nos tocó para transitar por la vida. Es la esclavitud de punta de millones de hombres, mujeres y niños. Y no es que este mal utilizar y disfrutar los gadgets y todos los demás avances tecnológicos, lo atroz es que se tomen más en serio y se extrañen más -cuando por error los olvidamos- que a las personas y su compañía.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Sin palabras


Cuando abrí este blog y comencé a subir mis primeros textos, no imaginé el alcance que llegaría a tener. No sabía si lograría atraer el interés de uno, varios o muchos lectores. Sin embargo, la incertidumbre de que alguien o nadie leyera lo que fraguaba a través del teclado de mi sufrida e incansable laptop no me impidió escribir. Para entonces ya contaba con varios relatos cortos, la mayoría terminados y uno que otro a medias, que escribía durante las pequeñas brechas de tiempo que de pronto aparecían en mi rutina diaria. Y como siempre he tenido a la desquiciada de la azotea -la imaginación- demasiado alebrestada, nunca me faltaban -y siguen sin faltarme- ideas para escribir un relato tras otro, y uno más, y otro, y de pronto, aun sin acabar el que me encontraba tecleando, me descubría divagando en uno nuevo. Llegué a un punto donde la paciencia de escribir sin publicar me dejó sólo y decidí probar suerte enviando una pequeña narración a Estepa del Nazas. A través de correo electrónico pedí al maestro Saúl Rosales que de favor me diera su opinión sobre un cuento al que titulé “El compadre”. También le comentaba que, si él lo consideraba publicable, ojalá pudiera tomarlo en cuenta como colaboración para Estepa. La respuesta tardó en llegar. No recuerdo cuantos fueron los días de espera. Cada que tecleaba la contraseña para revisar la bandeja de entrada de mi hotmail me envolvía un ataque de nervios. La respuesta no aparecía. Casi había perdido la esperanza de que el maestro Saúl me escribiera cuando por fin su nombre y dirección de correo electrónico arribaron a mi correspondencia.
La respuesta del director de Estepa del Nazas fue un duro mazazo que tardé en asimilar. El maestro Saúl me hizo ver algunos vicios que yo acogía al momento de escribir y de los cuales no era consciente. Sus observaciones me convirtieron en mi principal crítico. Volví a todo lo que había escrito y una consciencia de letras comenzó a despertar en mí y a envolverme conforme llevaba a cabo cada revisión. Mi prosa no alcanzaba a ser lo que yo esperaba, lo que yo quería que fuera. Era necesaria una práctica constante en un intento de mejorar la escritura. Así nació este blog.
Arranqué subiendo mi primer post en enero de 2009. Colgaba un texto cada semana. Si los vaivenes diarios se descuidaban, publicaba dos posts entre lunes y sábado. Escribía y subía, escribía y subía. La incertidumbre de contar o no con lectores se sentaba a un lado mío mientras tecleaba, mientras buscaba la imagen que acompañaría al texto en turno, mientras editaba una, dos, tres, cuatro, cinco, seis veces. Todas las que requiriera cada línea escrita. En ocasiones -incluso ahora- leía y releía lo publicado y daba una corrección más. Y así como de pronto sentimos que nos observan cuando caminamos por la calle o cuando nos encontrarnos en algún lugar, la sensación de que el blog era leído me anudaba las vísceras abdominales al publicar y al releer lo publicado. El día que una lectora escribió un comentario en un post que subí sobre la influenza y lo profético que yace en la obra de los escritores, además del estómago y los órganos que lo acompañan alrededor, también se me anudó el corazón. Teresa García, Tere, fue la primera en hacerme saber que leía lo que yo tecleaba. Después de ella, otros lectores, como César Ceniceros y Buns, también escribieron sus comentarios. Luego de un año, año y medio, más o menos a mediados de 2010, los seguidores, que comenzaron con César y Buns, aparecieron poco a poco. Entre ellos están Jaime Muñoz Vargas, Miguel Báez Durán, Edgar Lacolz, Laura Elizabeth, un lector con el seudónimo de 7 Mares y Alfredo, además de todos aquellos que, al igual que Tere, aun sin aparecer como seguidores, leen cuanto escribo, como el maestro Saúl Rosales, Silvia García, Mayra, Vicente Alfonso y Rocío Villarreal.
Durante los últimos días del mes de octubre del año pasado mi laptop comenzó con errores en el sistema operativo. Llegó a un punto en que fue imposible seguir trabajando en ella debido a la lentitud con que abría hasta el más ligero archivo de Word. No hubo alternativa: tuve que someterla a un reformateo que me dejó un fin de semana sin mi cómplice de trabajo, de lectura y escritura, de navegación en la web y de secretos personales. Cuando Karina, una muy buena amiga y experta en sistemas computacionales, terminó de sacudir el polvo y las telarañas de la máquina, de fumigar las plagas que la habían allanado y de instalar de cero el sistema y los programas en general, perdí la hebra de mis correos electrónicos y el que utilizó para el blog quedó arrumbado en la esquina más profunda de mi memoria.
A mediados de enero recordé que contaba con una cuenta de email que abrí para el blog. En ese momento la desesperación por enterarme si la cuenta seguía vigente o había sido cerrada me movió en automático a que intentara ingresar al buzón. La cuenta de correo seguía vigente. Comencé a revisar lo alojado sin leer. La publicidad y los arribos sospechosos ganaban en cantidad. Sofocado entre todos los volantes virtuales se encontraba el correo de una escritora de estás áridas tierras: Magdalena Madero, Magda. Me había escrito el dieciséis de noviembre pasado.
En su texto, Magda me decía que por casualidad había dado con mi blog. No sabía quien era yo, pero, debido a mi gusto por la literatura, deseaba regalarme sus libros. Magda consideraba muy buena la crítica literaria de mis reseñas. La vida es una suerte de situaciones paradójicas que en ocasiones nos suceden al mismo tiempo, algo que experimenté al descubrir y leer el correo de Magda: me dio un gusto tremendo el saberme leído por una escritora como ella a la vez que la pena de no haber visto su carta electrónica fue enorme. Contesté a Magda a vuela tecla, como dice Jaime Muñoz Vargas, con la esperanza de que no estuviera molesta por mi tardía respuesta.
Los días que siguieron al grato descubrimiento de la correspondencia por parte de la autora de Arno y los ojos de Rea, fueron bochornosos. La certeza de que Magda no contestaría mi correo rondó mi ánimo. Me enteré del correo de Magda un miércoles. El fin de semana mi bandeja de entrada seguía con el mismo contenido. El lunes revisé por enésima ocasión mi correo: el buzón virtual ya albergaba la contestación de la poeta y escritora, donde mencionaba que no me preocupara por la respuesta tardía y que con mucho gusto le indicara en donde podía visitarme para el obsequio de su obra literaria. A pesar de mencionarle a Magda que no era necesario que me visitara, yo podía pasar a recoger los libros de su autoría, ella me llamó y media hora después, tal vez menos, apareció en mi trabajo abrazando todas y cada una de sus obras.
Fue todo un gusto y un placer conocer en persona a Magda, una escritora que, aun con toda su larga y fecunda trayectoria en las letras, posee una sencillez admirable. Charlamos de letras, de su obra literaria, de escritores laguneros, de mi blog, de lo nada fácil que es la vida para aquellos que fuimos seducidos por los libros y la escritura, y de un puñado de cosas más. Siempre que tengo la oportunidad de platicar e intercambiar opiniones con algún escritor o alguna escritora, nunca deja de sorprenderme descubrir una y otra vez que las vicisitudes que hay que sortear al abrazar a las letras con una pasión desbordante son las mismas para todos en todos los aspectos de la vida literaria, vida que no sabemos si la escogimos o ella nos escogió a nosotros. Magda y yo nos despedimos, pero quedamos en vernos en la presentación de su libro de poemas Efémera, que se llevará a cabo el próximo diecisiete de febrero a las siete de la tarde en el edificio de La Alianza Francesa, aquí en Torreón.
El blog ha sido un inigualable medio electrónico para la publicación y difusión de mis textos. Cada vez que me entero de que cuento con un nuevo lector, me pierdo en un arrebato de alegría. El saberme leído por todos quienes siguen mi blog, con firma o sin ella, grupo que incluye a escritores que admiro mucho, simplemente me deja sin palabras.

lunes, 9 de enero de 2012

Un desafiante propósito


Las personas que tienen por hábito inherente la lectura diaria, sobre todo de libros, son pocas, son minoría, una minoría que es mucho más numerosa en los países de primer mundo como los de la Unión Europea y el Nuevo Imperio Romano renacido en América: Los Estado Unidos. Según estudios, encuestas y estadísticas, los europeos que leen -que en serio leen- devoran cincuenta libros al año, o sea un promedio de un libro por semana, récord que a simple vista parece difícil hasta para quienes de este lado del mundo sí engullimos con la vista, de principio a fin, un buen número de libros en trescientos sesenta y cinco días. La hazaña anual de los lectores del Viejo Continente, por simple lógica, es imposible para los mexicanos que no leen ni el instructivo del celular de última tecnología que acaban de comprar y del que no utilizan ni la quinta parte de sus funciones porque el motivo que los llevó a hacerse de él no fue la necesidad utilitaria sino el apantalle social.
Pero volviendo a los lectores europeos, muchos apasionados de la lectura de por acá se preguntarán cómo es que hacen del otro lado del Atlántico para chutarse semejante cantidad de libros en doce meses. Quizá a cualquier lector que en verdad ama los libros, y la letra impresa en todos los formatos, sin importar el lugar del orbe donde habite, también le parece increíble la cantidad de horas que el mexicano promedio pasa frente a las pantallas, tanto del televisor como de la computadora, como mero esparcimiento, pantallas que en vez de despertar y acrecentar su intelecto, lo adormecen. Quienes no leen ni un solo libro al mes y según ellos desean sumar la lectura a su flaco costal de hábitos útiles y enriquecedores, deberían de inventariar las horas que pierden enajenando su vista con telenovelas que de tan trilladas son una mentada directa al teleauditorio, con programas y series que descubren el nudo y el final mucho antes de llegar a la mitad de su duración, y con noticias veladas y expuestas con maña para lograr la persuasión y el efecto deseados en la mayoría de quienes las ven y escuchan a través de la caja-loro, que es como nombra Stephen King al televisor en Mientras escribo. Y ni que decir del monitor de la computadora y las pantallitas de los teléfonos celulares como el Blackberry, donde la adicción a las redes sociales y a la vagancia virtual, adicción que puede volverse insaciable, hace que las cabezas de los cibernautas naufraguen en los escollos de un yermo cansancio mental. Es principalmente por estas razones que la minoría conformada por los lectores de hueso rojo intenso es más pequeña en países como el nuestro.
Hay algunos factores importantes en países como Inglaterra, España, Francia y Alemania que ayudan a que los lectores acrecienten su número de libros leídos, como el trasporte público, preferido por muchos habitantes de estos lugares en vez de la monserga de manejar sus autos dado que los autobuses y los trenes urbanos son muy cómodos y seguros y permiten una agradable lectura mientras se recorre la distancia de la casa al trabajo y del trabajo a la casa, o de cualquier punto de la ciudad a determinado destino.
Aun con todas las circunstancias que arrastramos los mexicanos, como el pésimo servicio del trasporte público, los altos precios en las novedades editoriales, las exhaustivas jornadas laborales que en su mayoría superan las ocho horas diarias, la poca cantidad de librerías y bibliotecas que existen -como es el caso de Torreón-, sí es posible que también nosotros leamos una media de cincuenta libros al año. Si en vez de vagar sin rumbo fijo por Internet se baja un libro electrónico (Google enlaza con innumerables sitios web donde es posible descargar libros gratis) y se lee en todos esos momentos sin quehacer en que se recurre al monitor de la computadora para mandar ese tiempo al otro mundo, si en vez de encender la televisión abrimos un libro que nos guste o nos hayan recomendado, saborear completo un libro a la semana del grueso de unas cien o ciento cincuenta páginas no es difícil, mucho menos imposible.
Uno de mis propósitos de año nuevo es zambullirme en la cruzada de jugarse el todo por el todo con el fin de llegar a los cincuenta libros leídos, y comprendidos, antes de que caiga la hora cero en los relojes el último día de diciembre de este 2012. Por supuesto, si antes no se acaba el mundo. Aunque en realidad en muchos casos, como alguien escribió por ahí, el mundo ya se acabó para aquellos que creen que acabará este año de acuerdo a supuestas interpretaciones de profecías mayas.
Mientras son melones o son simples naranjas, y de acuerdo al mito convertido en rito que reza que aquello que hagamos durante el primer día del año lo haremos el resto de sus días, yo ya comencé con el primer libro el primero de enero: Nuestro libro de cada día, de José Saramago. Y aunque es cierto que es un libro de no muchas páginas, apenas un promedio de cuarenta y siete, con su lectura sólo me faltan cuarenta y nueve por engullir. Voy por ellos y por todas y cada una de sus páginas.