miércoles, 17 de marzo de 2010

La Libertad


¿Cómo es posible saber lo que es La Libertad, nuestra Libertad? Y cuándo la hemos descubierto, cuándo la podemos señalar entre la inabarcable jungla que forman las situaciones que vivimos todos los días dentro de la encadenante cotidianeidad, ¿Es posible romper el condicionamiento al que nos ha sometido la sociedad para poder decidir y actuar conforme a lo que nos venga en gana?
La libertad en forma pura no existe, no es más que una utopía; siempre tendremos algo que nos limitará para poder hacer lo que en realidad queremos hacer, no hacer lo que no queremos hacer, decir lo que queremos decir, callar lo que queremos callar. Una de las esclavitudes mas aterradoras de nuestro tiempo es la aceleración desenfrenada del ser humano a que nos somete la encarnizada competencia: debemos hacer más y mejor, mucho más y mucho mejor, que los demás en el menor tiempo posible. Así como la tecnología nos ha hecho la vida más cómoda, también nos ha recluido en el averno de lo instantáneo: nada puede sobrepasar el límite de unos cuantos instantes. Las horas, los días, las semanas, los meses, los años, una vida, todo vuela; la existencia misma se nos va entre las patas de las obligaciones que tenemos con los demás y con lo demás, menos con nosotros mismos. Quizás por ello es que el matrimonio ya no es lo atractivo que era, incluso todavía a principios del último tercio del siglo pasado; las nuevas generaciones han decidido bordear el grillete conyugal por muchos motivos, pero el principal es que el matrimonio mina física y psicológicamente la libertad, tanto para el hombre como para la mujer. Si no toca un conyugue posesivo, machista o feminista, siempre existirá la tendencia a tener contenta a la pareja, aunque esto implique sacrificar, no en pocas ocasiones, lo que en realidad queremos hacer.
La soledad y una desbordante cuenta de banco dan libertad, solo hay que tener cuidado, ser demasiado cautelosos, para no confundirla con el libertinaje y así evitar caer en el abismo de los excesos.
Cuanto me gustaría tener la intelectualidad de Alfonso Reyes y de Jorge Luis Borges, el temperamento y el carácter de García Márquez, el cinismo de Faulkner, y la habilidad para escribir a maquina de King y de Bradbury. Con estas cualidades tal vez, y solo tal vez, sería más feliz; seguiré al frente hasta lograr desarrollarlas.

jueves, 11 de marzo de 2010

Volver a empezar


El año pasado fue el peor año para mí en cuanto a economía, situación que logró reactivar las neuronas que tenía arrecholadas en el rincón más profundo y oscuro de mi consciencia; solo entonces fue que me puse a pensar en el significado de mi vida y el camino que llevo recorrido hasta ahora, y como me gustaría transitar lo que falta, lo que me falte de brecha. El punto que más me absorbió, y que me sigue absorbiendo, es el referente a que en estos tiempos es mejor saber muchas cosas y bien que ser experto en una sola y única, o sea que ya no es suficiente estudiar una profesión y dominarla a fondo, porque tal vez esa carrera tenga poca o nula demanda. Si es posible hay que estudiar dos o hasta tres carreras, y bien, dominarlas en teoría y -lo más importante- en la práctica. ¿Difícil? Sí. ¿Imposible? No, no como parece. Mi hipótesis, en donde la rapaz competencia laboral puede darme más razón que oposición, es que debemos buscar convertirnos en profesionistas versátiles. No menciono nada nuevo, lo sé muy bien, algunos expertos en el campo de los recursos humanos lo habían expuesto hace como dos años. Pero como viví una de mis peores temporadas laborales en cuanto a ingresos todo el año pasado, en carne propia fue que experimenté el dolor de no contar con otra profesión técnica, universitaria, o ambas que me sirvieran de tabla para haber surfeando sobre las olas del intempestivo mar de la crisis económica que azotó a nuestro país en 2009, y que lo inundó por completo como si se tratara de una pequeña isla visitada por un despiadado tsunami. A penas la libré, estuve a punto de ahogarme.
Por eso es que se me ha metido en la cabezota la obsesión de volverme un nadador profesional en la vida y así nadar como pescado en los océanos situacionales que nos presenta la existencia. Se me ha plantado enfrente, y sin intención de irse, la idea de volver a las aulas universitarias, pueden ser las clásicas de concreto donde tendría que estar presente físicamente, o las virtuales a través de la red aprovechando la tremenda tecnología de la que hoy, con un poco de sacrificio y de suerte, podemos gozar.
Confío en que el pensamiento de que aun no es tarde se imponga sobre los adobones de la edad de modo que cada año de vida me sirva de peldaño y no de barrera. Además ¿Qué se puede perder? El tiempo seguirá su implacable marcha sin esperar a que decida, o no, si me enroló nuevamente en las filas del conocimiento; es mejor que dentro de algunos años, cuando volteé nuevamente hacia un calendario, cuente con más opciones, tanto por el bien de mi autoestima como por la salud de mi cartera. Al fin y al cabo cuento con un elemento clave: el amor por los libros.

sábado, 6 de marzo de 2010

La iluminación de Ray Bradbury


Una noche de uno de los últimos meses del 2004, probablemente septiembre, quizás octubre, decidí convertirme en escritor. Era uno de estos dos meses porque recuerdo que paladeé con un inmenso placer un six de Modelos, acompañado con cacahuates japoneses y unas Sabritas al natural bañadas en salsa Valentina. Cada cerveza fue mezclada con el jugo de un limón, sal y un cuarto de vaso de Clamato. Debe de haberse tratado de un agobiante y caluroso viernes, porque recuerdo lo mucho que disfruté las chelas y la botana de buró viendo la tele, sentado en el sillón más grande de la sala. Cómo hasta la fecha es común, los canales al aire en la caja parlante han de haber estado transmitiendo puras babosadas, porque apagué el alucinante aparato en la cuarta cerveza y recuerdo haber vaciado en mi garganta las primeras tres burbujeantes heladas a un ritmo encabronado; como comento, es muy probable que se tratara de una noche bochornosa. El mismo mueble de la televisión hacía de librero, y allí, algunos apilados y otros bien acomodados, estaban mis queridos y amados libros. Por esos días acababa de leer en su totalidad, y por segunda vez, El Código Da Vinci, de Dan Brown; la herética novela fue mi primera historia policíaca, esto ayudó a que después de leerla quedara marcado para siempre. Después de darle fin a las idioteces de la televisión, me quedé viendo el pequeño librero y clavé la mirada en El Código Da Vinci. Me erguí del sillón en que me encontraba desparramado y abandonado como si en vez de carne y huesos yo estuviera hecho de trapo y algodón, y caminé hacia los libros. Tomé la novela de Dan Brown, regresé a mi cómoda posición en el sillón y abrí el libro al azar. Leí uno o dos párrafos, di un trago a la Modelo en turno, cerré el libro y me quedé mirándolo como si estuviese fabricado en oro, asombrado de como un libro, una novela, pude causar tanto placer y tanta adicción. Y entonces tomé la decisión que hasta hoy no he cambiado, ni pienso cambiar: Sería escritor.
Desde ese momento, en forma instintiva, comencé a buscar y adquirir libros que me ayudaran con mi sueño de dedicarme a las letras. En un paseo dominical me encontré con Mientras escribo, de Stephen King, y lo compré sin reparar en el precio, aunque creo recordar que tenía cierto descuento y además lo firmé a seis meses.
En mi búsqueda por conocer los consejos y secretos del oficio de escritor, he leído cuanto me he encontrado en librerías, talleres y cursos literarios, y en Internet. Es precisamente como cibernauta que este diciembre que pasó, localicé en una biblioteca virtual el titulo Zen en el arte de escribir, de Ray Bradbury. A este autor estadounidense ya lo había escuchado mentar unos años atrás por un compañero del trabajo que estaba embebido de las Crónicas marcianas. Este título hizo que, si Bradbury ya me era indiferente, ahora evitara cualquier libro de él. Y es que, sin haber leído Crónicas marcianas, el texto me sonaba al relato o los relatos chafas de un nerd de los años sesenta.
Al encontrar Zen en el arte de escribir en formato digital, lo bajé guardando cierta distancia, y empecé a leerlo con desdén a fin de que si algo, por mínimo que fuera, me parecía ñoño, lo dejaría de lado para en ese instante borrarlo de mi laptop. Pues sí, si encontré dos o tres cosas medias ñoñas, pero también técnicas y experiencias interesantes que motivaron mi curiosidad por terminar de leer el libro completo.
Zen en el arte de escribir esta eslabonado por algunos ensayos y artículos sobre técnicas de escritura, publicados por Bradbury en revistas durante varias décadas del siglo pasado. Como en Mientras escribo, de Stephen King, Bradbury confirma que para ser escritor hay que leer y escribir mucho. También menciona que a él le ha funcionado mucho ver todo en la vida con constante asombro, como cuando se es niño y poco a poco comenzamos a descubrir el mundo y todo cuanto lo habita. Bradbury tiene razón: hay que ver todo, todo cuanto nos rodea y descubrimos a diario, con asombro, con detalle y con emoción, para después poder trasmitirlo a través de lo que escribimos.
El autor de Fahrenheit 451, al igual que King -y no dudo que al igual que otros bestsellerianos-, tiene una buena formación literaria e intelectual, que abarca desde los griegos clásicos hasta llegar a la época en que comenzó a escribir, no siéndole extraños Joyce, Camus, Sartre, Meville y Faulkner. Eso habla mucho, y bien, de un bestselleriano.
Comparo mucho a Bradbury con King debido al desarrollo de ambos como lectores y escritores, como escritores y lectores, que fue muy similar, si no es que igual. Incluso me llama mucho la atención como estos dos estadounidenses escribieron novelas completas en utópicos y corintelladescos lapsos de tiempo: Stephen King ¡En una semana! Y Ray Bradbury ¡En nueve Días! Bradbury, rentando una máquina de escribir de un grupo de armatostes que dormían en el sótano de la biblioteca de la Universidad de California, en la ciudad de Los Ángeles, terminó el primer borrador de Fahrenheit 451. Así lo describe él mismo en Zen en el arte de escribir dentro de su ensayo Invirtiendo centavos "Fahrenheit 451":
Por fin localicé el lugar ideal, la sala de mecanografía del sótano de la biblioteca de la Universidad de California, en Los Ángeles. Allí, en ordenadas hileras, había una docena o más de viejas Remington o Underwood que se alquilaban a diez centavos la media hora. Uno insertaba la moneda, el reloj soltaba su tictac loco y uno se ponía a escribir como un salvaje para terminar antes de que se agotara el tiempo. De modo que fui empujado dos veces: por las niñas a abandonar la casa y por un reloj de máquina de escribir a volverme un maníaco de las teclas. Sin duda el tiempo era dinero. Terminé la primera versión en apenas nueve días.[…]
Entre la inversión de centavos y la demencia cuando se atascaba la máquina (¡porque allí se me iba mi precioso tiempo!) y el vértigo de folios en el artefacto, yo andaba por los pasillos, entre los estantes, perdido de amor, tocando libros, sacando volúmenes, volviendo páginas, devolviendo volúmenes a su sitio, ahogado en las buenas materias que son la esencia de la biblioteca. ¡Qué lugar, ¿no creen?, para escribir una novela sobre la quema de libros en el Futuro!
Imagino, y me habría gustado verlas, las manos de un Ray con todos sus dedos en un movimiento frenético sobre el teclado de uno de esos dinosaurios marca Remington o Underwood. Bradbury era, y tal vez aun es, un excepcional mecanógrafo fraguado por largas jornadas frente a la máquina de escribir; lo mismo se puede decir de Stephen King.
En el ensayo Como alimentar a la musa y conservarla, Bradbury aconseja estar constantemente leyendo, y no dejar de hacerlo. Pero, ¿Qué recomienda leer? Todo, poesía, ensayo, cuento y novela; y por supuesto, volviendo a lo nuestro, menciona lo imprescindible que es escribir, escribir y escribir. La musa es la inspiración, lo que nos mueve, la idea que surge y no espera y pide a gritos que la plasmemos en papel. En esto Bradbury tiene mucho de razón. Cuando yo he sentido que todo me abate y no siento ganas de leer, menos de escribir, me obligo a leer un buen libro de algún autor contemporáneo, algún autor clásico o algún autor regional, un buen autor regional, como Jaime Muñoz Vargas, cuyos libros siempre me levantan y acercan la musa, mi ánimo y mi inspiración aparecen, corro a la computadora y comienzo a escribir.
En las líneas de Borracho y a cargo de una bicicleta, Bradbury expone que hay que divertirse al momento de escribir, y comienza este ensayo con la experiencia surgida a raíz de un artículo que publicó en The Nation, defendiendo su trabajo como escritor de ciencia-ficción. Algunas semanas después de que apareció el artículo, Bradbury recibió una carta que llegó desde Italia, y que al dorso del sobre se podía leer:


B. BERENSON
I Tatti Settignano
Fireme, Italia


Fue un golpe raudo y sorpresivo para Bradbury, ya que en esa época Berenson estaba considerado como un gran historiador del arte. Supongo que Bradbury creyó que la carta era una crítica en su contra, y nada, resultó todo lo contrario. Trascribo el contenido que a su vez publica Bradbury en su ensayo:

Querido señor Bradbury:
En ochenta y nueve años de vida, ésta es la primera carta de admirador que escribo. Es para decirle que acabo de leer su artículo en The Nation, «Day After Tomorrow». Es la primera vez que leo en un artista de cualquier campo la declaración de que para trabajar creativamente hay que poner la carne y disfrutarlo como una diversión, o como una fascinante aventura.
¡Qué diferencia con esos obreros de la industria pesada en que se han convertido los escritores profesionales!
Si alguna vez pasa por Florencia, venga a verme.
Suyo sinceramente, B. BERENSON.

Me parece que las palabras del crítico italiano son reveladoras, sobre todo la parte que dice ¡Qué diferencia con esos obreros de la industria pesada en que se han convertido los escritores profesionales! Cuantas veces no hemos escuchado y leído de escritores elite lo mucho que les llevó escribir una novela, un libro de cuentos, como a Augusto Monterroso, quien se demoraba años en sacar un libro, un solo libro, y precisamente de cuentos; claro, aquí se tiene que estudiar y comparar calidad y cantidad, porque Monterroso es y será Monterroso. Lo que nunca hay que dejar de lado es la diversión y el placer que se adueñan de uno cuando nos sumergimos en alguna disciplina artística, como lo es escribir. Mi trabajo generalmente me estresa, me deprime, me traga y luego me escupe dejándome diferente, peor que antes, y aun con todo debo de luchar a muerte por mantener una actitud agradable, amistosa, positiva y jovial. Hay noches que termino hablando solo, murmurando en contra de alguien que, a pesar de mi trato cortés, se sintió con el derecho de hacerme ver lo insignificante que soy para él o para ella y que lo único que merezco es rogarle para que acepte el castigadísimo precio que le ofrezco y así pueda dignarse a comprarme el auto que desea. Si esto mismo sintiera al momento de leer o de escribir, ya habría quemado, o cuando menos regalado, todos los libros que tengo, y no escribiría ni a mentadas más allá de lo necesario que exige mi rutina diaria, o sea prácticamente nada. Pero como he sido contagiado de la pasión por las letras que padecieron y disfrutaron Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges y todos los gigantes que admiro y sigo, aquí estoy, devorando cuanto libro cato de excelente y aporreando constantemente el teclado de mi laptop.
El artículo que da nombre al libro de Bradbury me hace rememorar los días en que jugué mi mejor béisbol, cuando me encontraba entre los doce y trece años de edad. Ah, cómo me apasionaba la pelota caliente, que importaba que tuviese que recluirme en un autobús -si es que se le podía llamar así- del transporte público de la ruta Triangulo por una hora, hora y quince, más o menos, tanto de ida al Estadio Infantil y Juvenil Sertoma como de vuelta a casa. Desde que pisaba la tierra colorada y el zacate del campo de juego me desconectaba del mundo, y no había nada más allá que entregarme en cuerpo y alma a practicar y jugar béisbol. Un día descubrí que, después de dar un buen batazo que logró posicionarme en la tercera base, un pensamiento profundo y de asombro me llegó: desde que esperaba la pichada que bateé, el momento mismo del garrotazo, y todo el trayecto recorrido desde el plato hasta la tercera almohadilla, todo, absolutamente todo, lo hice como si hubiese estado dormido, inconsciente, como si al momento de agarrar el leño entrara en trance para salir de él en cuanto me detuve en la antesala. Así eran mis desconectes mientras jugaba al rey de los deportes. Y cuando deseaba jugar conscientemente, razonar cada acción que tomaba, ya sea en el cuadro, en los jardines o bateando, lo hacía mal, me convertía en maleta, un verdadero maleta. No había de otra: tenía que aceptar entrar en trance, jugar con la entrega total de cuerpo y pensamiento, y no razonar, ni intentarlo siquiera. En síntesis, esto es lo que afirma Bradbury que se debe hacer al escribir; lo explica detenidamente en Zen en el arte de escribir. Ray comenta que hay tres etapas que hay que llevar a cabo al momento de escribir: Trabajo, Relajación y No pensar. Trabajo lo refiere a escribir, escribir, escribir y escribir para poder practicar y dominar el arte de hacerlo. Cito a Bradbury: La cantidad da experiencia. Sólo de la experiencia puede surgir la calidad. En Relajación se refiere a que si uno trabaja termina relajándose y al final no piensa. Entonces, y solo entonces, opera la verdadera creación.
Algo muy interesante, y muy cierto, es lo que menciona Bradbury con respecto a no dejarse llevar por la moda literaria, ni por las escuelas literarias; quizás en este último punto se refiere a los talleres literarios, que no dejan de ser buenos, pero muchas de las veces inhiben a los escritores noveles, impidiendo que sigan escribiendo o que formen su propio estilo debido a que en este tipo de cursos se pide que uno se compare con reconocidos escritores, desanimando así al principiante o provocando que se imite a García Márquez, Carpentier, Benedetti, Rulfo, Sabines, y demás monstruos de la literatura. Reitero: es bueno asistir a los talleres, así se llega a concer a estos y otros tantos excelentes escritores, pero no hay que convertirse en una copia al carbón de alguno o algunos de ellos, sino encontrar el propio estilo.
Hay algo que no me gustó de Bradbury, y que menciona en su ensayo La mente secreta. En el desarrollo de este tema me parece que Bradbury discrimina a México y a los mexicanos que conoció en los años cincuenta; es más, hasta me parece racista lo que escribe de su experiencia en nuestro país, comparándola con su estancia en Irlanda: Debería haber recordado mi experiencia de años antes en México, donde había encontrado, no lluvia y pobreza, sino pobreza y sol, y había huido espantado por el clima de mortandad y el terrible olor dulzón que tienen los mexicanos cuando se mueren. Con eso había escrito al menos ciertas buenas pesadillas. Me parecen racismo y discriminación las palabras de Bradbury porque sus líneas dan forma a un ensayo, a un artículo, y no a la ficción de un cuento o una novela. Cuando algún personaje o el mismo narrador de una historia de ficción hace un comentario de este tipo, no hay bronca, se considera parte de la personalidad y el comportamiento de dicho personaje. Pero cuando se escribe en un texto que no es ficción algo como lo que escribió Bradbury, que poca ¿no? El texto de La mente secreta está fechado con el año 1965; no creo que Bradbury fuera tan iluso como para no pensar en que iba a ser leído por una enorme cantidad de lectores mexicanos de entonces y de las siguientes décadas. Pero en fin, que se puede esperar de un escritor nacido en el país más imperialista que hay en el mundo. Con este comentario de Bradbury sobre México, los mexicanos, la pobreza y la muerte, si antes dejaba que la novela Fahrenheit 451 me flirteara para ver si lograba convencerme de que la leyera, ahora, al igual que los demás trabajos de este escritor gringo, me es indiferente.
En síntesis, y para terminar esta reseña que ya se dilató demasiado, Zen en el arte de escribir es un libro que ligeramente cruza la frontera de regular para pasar al territorio de bueno, tiene sus frases y consejos rescatables, sin pasar por alto el artículo que da título al libro, pero nada más. Si me dieran a escoger entre Mientras escribo y este libro de Bradbury, me quedo con Mientras escribo. De cualquier forma recomiendo leerlo a quienes les interese zambullirse en la apasionada aventura de escribir.

miércoles, 3 de marzo de 2010

El día de mi diablo


Hoy es día de mi diablo, como dice un compañero de trabajo en vez de decir que es día de su santo. No sé si en otras partes del mundo pase lo mismo que en México: confundimos el día de nuestro santo con el día que cumplimos años. La situación deriva de que, hasta muy avanzado el siglo pasado, los padres escogían el nombre para sus hijos de acuerdo al santoral, al nombre del santo del día en que nacía cada descendiente. Por eso hay personas que tienen los nombres más extraños que uno pueda escuchar, entre los que deambulan Herculano, Marciano, Pancracia, Hermelinda, Filomena, y otros que suenan más raros y hasta albureros.
Al decir que hoy es día de mi diablo lo hago para decir que hoy es día de mi cumpleaños. A partir de la media noche de hoy llegué a los 34 años, y si Dios lo permite, tengo la esperanza de llegar más, mucho más allá.
Agradezco a Dios, a la vida, al destino y a ese diosecillo caprichoso, como lo nombra Catón, llamado azar por haber llegado a esta edad con una cuenta de experiencias felices y gratas más grande que la cuenta de sucesos tristes y desafortunados. Aclaro que aun no me siento, y dudo que algún día lo haga, satisfecho con lo que he logrado y he hecho en la vida, y que todavía estoy en busca del camino hacia la felicidad, aunque suene cursi o ñoño. Me da gusto transitar este momento de la vida con activos que valoro mucho.
Más allá de la lana, las propiedades y el poder, mis mayores riquezas son: LA FAMILIA, bujía de mi motor (espero y se me perdone el lugarzote común que utilizo, pero no hay algo que defina mejor); LA SALUD que gozo, y que puedo presumir hasta ahorita; LOS AMIGOS, pocos pero sinceros; EL TRABAJO, fuente principal de mi ingreso y que, aunque no es perfecto (¿Qué trabajo lo es?), nos ayuda a sobrevivir a mi familia y a mí; LOS LIBROS, que tuve la suerte de encontrar en mi vida, aunque no tan temprano como yo hubiese querido, pero di con ellos y entonces entendí el refrán popular que reza “Más vale tarde que nunca”; LA LIBERTAD, tanto física como intelectual para leer, para pensar, para escribir, para observar, para decidir, para comprender, para meditar, para criticar, para agradecer, para esperar, para entender, para reir, para llorar, para abrazar, para amar, para besar, para caminar, para correr, para dormir, para trabajar, para cantar, para silbar, para descansar, para comer, para beber, y hasta para pistear.
No todos los días se cumplen 34 años, casi siete lustros, así que hoy espero poder practicar, acompañado de la familia y de los amigos, mis disciplinas olímpicas mexicanas preferidas: el levantamiento de tarro y el abultamiento de abdomen.