viernes, 22 de octubre de 2021

Un niño existencialista


La séptima lectura total de este año, que concluí en agosto pasado, fue Cómo me hice monja, de César Aira. Escuché tanto del autor, que, consciente o inconscientemente, me propuse leer algo de él. Y entonces apareció la publicidad de Librerías Gandhi en mis redes sociales y por instinto busqué esta novela corta de Aira; di con ella, la ordené en línea junto a un libro de Cristina Rivera Garza y al tercer día apareció en la puerta de la casa un empleado de la mensajería para hacerme entrega del paquete con ambos ejemplares en su interior.
La narrativa de Aira es amena y adictiva, aun cuando la trama está compuesta por lo más cotidiano en la vida de los personajes; sus vidas, con apariencia de comunes, se trastocan a partir de una visita a la heladería de un parque público por parte del protagonista y su padre. Esta cotidianidad es engañosa en el inicio de la novela: pinta todo de tonos grises, tonos que auguran una historia aburrida. Sin embargo, en cuanto el helado causa asco y estragos inmediatos en el protagonista, comienza un ascenso de ritmo y un ascenso en lo extremo de las vicisitudes que padecen los personajes. Sin advertencia alguna, aparece el primer caído, el primer muerto del recorrido del niño Aira.
La novela está narrada en primera persona por el protagonista, niño de seis años de edad que se refiere a él mismo como niña en todo momento. Su actitud, sus pensamientos y sus acciones son tan elocuentes, que se llega a dar por sentado que se trata de una niña. Recordamos su naturaleza masculina hasta que alguien más se dirige o se refiere a él.
Esta obra del también autor de El congreso de literatura está cargada de existencialismo contemporáneo visto y experimentado a través de los ojos de un niño; un infante que, además de considerarse del sexo opuesto, pronostica catástrofes físicas y psicológicas a las que –pudiendo evitarlas se enfrenta y se adentra, consciente de lo peligrosas, atroces y fatales que éstas pueden ser.
Cómo me hice monja tiene guiños de acento borgiano y kafkiano, donde los laberintos carcelarios y las calles de la colonia que habitan el niño Aira y su madre remiten a El inmortal, imperdible cuento del autor de El Aleph. Las situaciones y su absurdo traen como referente a Kafka. Un claro ejemplo de estos guiños es el capítulo ocho, donde Aira proporciona un viaje por la desaforada imaginación del protagonista, quien crea un mundo, personajes y un lenguaje propio, todo de una existencia que el infante guarda en secreto.
Vale mucho la pena leer –y releer; una sola lectura total no es suficiente– esta tragedia cotidiana y de metaficción que narra la historia de un niño existencialista.

viernes, 1 de enero de 2016

Momentos impublicables


Los finales siempre suscitan las más diversas emociones, sobre todo si se trata del último día del año. Puede aparecer desde la alegría más desbordante, hasta la melancolía más oscura, no sin antes observar el paso de una tranquilidad ataviada con el azul celeste en el que suele enfundarse la confianza. Algunas personas son allanadas por una melancolía tan cruda y agresiva que, más allá de un simple golpe de duros recuerdos o añoranzas fallidas, es posible que se trastoque en una negra depresión sin esperanza. Quienes pueden permitirse el lujo, se regocijan en los reventones dejándose envolver por la parafernalia de la época donde no faltan amistades, abrazos, buenas voluntades compartidas como excelentes deseos, risas, regalos, música, brindis y festines, todo con una falta de moderación tan ostentosa, que los goces efímeros de diciembre parecen no tener límites. Aun cuando no siempre es posible, todos deseamos perdernos entre esos momentos de felicidad que existen gracias al respirador artificial del metálico excedente.
     El año que terminó ayer fue, en lo personal, un buen año. Durante sus doce meses trabajé en lo que más me apasiona: organizar eventos literarios, leer, escribir y editar. También conocí muchas personas, entre las que se encuentran amistades, compañeros de trabajo, escritores, editores, músicos, pintores, escultores, bailarines, fotógrafos y, en fin, profesionales de todas las disciplinas que engloba el arte. Y lo mejor: pasé la mayor parte del 2015 perdido entre libros, entre letras y entre amigos. Abracé, como nunca, las palabras de Borges: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mi me enorgullecen las que he leído”.
     En el amor no me fue nada mal, pero me reservo los recuerdos para sonreír en mis momentos a solas. Hoy, el primer día del 2016, propongo lo que reza un meme que circula en las redes sociales: “un brindis por esos momentos que no podemos publicar”.
     Este año que comenzó hace apenas unas horas se vislumbra prodigioso, consentidor de anhelos. Pero como todo año que pertenece al irreversible pasado, será prometedor y cumplirá nuestras esperanzas según el uso que demos a las veinticuatro horas de cada uno de sus días. Tal vez es cierto que no podemos eludir el destino –no importa cuánto nos esforcemos por cambiarlo–, pero es posible que nos dé por nuestro lado si descubre que no concedemos tregua en la batalla que libramos a diario para conseguir lo que deseamos vehementemente y continuar en todo aquello que nos apasiona y que logra la ilusión de que el tiempo se evapora más rápido en tanto nos sumergimos horas y horas en sus inagotables caudales.
     Espero que al transitar por el último día del 2016 hayamos rebosado nuestro inventario con un sinfín de recuerdos que nos arrebaten una cómplice sonrisa en el instante en que ofrecemos “un brindis por esos momentos que no podemos publicar”.    

     

lunes, 21 de julio de 2014

Quiénes somos y qué sentimos


 
La apabullante diversidad de dispositivos electrónicos que nos invade en este momento nos ha llenado de aparatos tan buena onda, tan cool -por no decir “amigables” en referencia al lugar común que significa “faciles de usar”-, o al menos lo aparentan, que muchas de las personas que echan mano de computadoras, tablets, celulares y demás cachivaches modernos e inteligentes, creen que estos pueden cambiar sus sentimientos, cubrirles sus defectos, crearles una personalidad que no poseen y hasta ocultarles su real forma de ser. La obsesión por la tecnología los ha hecho creer que a través de lo que publican en Facebook, en Twitter y en cualquier foro virtual los transformará en personas diferentes y su verdadera naturaleza permanecerá en el anonimato. Interesante ilusión, pero como todo engaño, físico o virtual, es mentira.
     Todo aquello que los adictos a las redes sociales -incluyendo a los visitantes ocasionales- suben a estos insondables océanos informáticos, vocifera la personalidad de los dueños de las publicaciones, sin importar que el autor intelectual de dicho contenido sea o no quien escribe el texto o comparte las imágenes.
     Quizás por un tiempo alguien podrá aparentar algo que no es, alguien que no es, pero en el primer descuido no considerado tecleará su verdadero yo. No es difícil darse cuenta de ello. Sólo es necesario observar un poco en forma atenta el destello del fanático religioso, del flojo, del racista, del falto de atención, del elitísta, del ateo que no es ateo, del creyente que no es creyente, del llanto amargo detrás de la más amplia sonrisa, de la más grande y sincera risa detrás de la cara con una seriedad sepulcral, del lepero detrás del respetuoso, del respetuso detrás del que parece impertinente, de la tristeza detrás de la felicidad y la felicidad detrás de la tristeza, del ignorante con ínfulas de intelectual, de la sinceridad y, en fin, de casi todo aquello que se desea fingir u ocultar en Internet.
     Verbigracia: Cuando me encontraba gozando y padeciendo la adolescencia, conocí a una mujer que no paraba de hablar sobre Dios, sobre las escrituras, sobre lo que debíamos hacer y no hacer de acuerdo a su biblia, alguien que predicaba la famosa frase de semana santa “Arrepientete y cree en el Evangelio” todos los días y a toda hora a todo el que se dejaba. Y aunque en apariencia su fe era verdadera, mis escasos quince o dieciseis años permitieron que cayera en la cuenta de que más que tratar de convencer a los demás del supuesto buen camino que predicaba y de la existencia de su Dios, trataba de convencerse a sí misma.
     No importa cuanto cuidado se dé a lo que se dice, personal o virtualmente, nuestras palabras reflejarán quiénes somos y lo que en verdad sentimos.

jueves, 20 de febrero de 2014

Volver a escribir







Cuando menos lo esperaba, y sin que me diera cuenta, el diablo llegó a mi lado mientras escribía en mi vieja y traqueteada laptop y se la llevó con toda la desfachatez que lo caracteriza. La verdad es que no le fue complicado hacer de las suyas, mi laptop ya había sobrevivido a muchos de sus embates y no pudo con este último. El disco duro dejó de existir dejando la pantalla en completa oscuridad. 
     Como siempre ocurre en momentos así, lamenté todo aquello que pude haber escrito y que ya no teclearía más frente a mi fiel computadora portatil, amiga, confidente y centinela incorruptible de mis sueños, mis obsesiones, mis deseos más profundos, mis adicciones, mis gustos, mis manías –porque todos las tenemos, aún cuando muchos las nieguen-,y mis secretos.
    En el momento en que mi laptop perdió el pulso intenté contactar por medio de facebook a los ingenieros en sistemas que conozco y sé que, además de ostentar un profesionalismo intachable, son de lo mejor que uno puede encontrar en el laberíntico campo de la informática. Sólo uno de ellos respondió mi llamado y me pidió que le llevara a la paciente para intentar volverla a la vida. Después de una revisión a fondo su conclusión fue devastadora para mi ánimo: el disco duro dio lo que tenía que dar y no volvería en sí jamás. Mi computadora ha estado nueve años a mi lado. No puedo quejarme de su vida útil. Sin embargo duele la nostalgia de haber tecleado en ella mis primeras ideas literarias, mis primeros textos, mis primeros cuentos, mi primer borrador del capítulo inicial de una novela. También duele el recuerdo de las noches que pasamos juntos sin dormir, yo al amparo de varias tazas de café negro y ella apoyada en la todavía enorme fortaleza de su sistema. Pero lo que más duele, y es algo de lo que no sé si podré reponerme, es que mi laptop conservaba ensayos, cuentos y futuros post para mi blog, notas de investigación y todo tipo de textos que por falta de tiempo, por exceso de confianza y por negligencia no respaldé y el disco duro se llevó a la tumba. Las lecciones más útiles que se aprenden en la vida son aquellas que vienen al lado de los golpes que nos dejan sin sentido antes de que podamos apreciarlas y antes de que podamos echar mano de ellas.
     Estás líneas las escribo desde una nueva, moderna, funcional y atractiva laptop que recibí como regalo de navidad por parte de mi hermano –muchas gracias, carnal-, quién al saber de mi pérdida no dudó en buscarme una nueva compañera de sueños. Un motivo, una razón más para seguir On Writing
     Acumulé varios meses sin escribir y justo cuando comenzaba a teclear de nuevo, y con un entusiasmo  como el de mis primeros días frente a la página en blanco, mi laptop emprende el camino al más allá. Entonces sigo sin escribir. Porque me ocurre algo similar a lo que  describe Stephen King en Mientras escribo: “La verdad es que prefiero la escritura normal [tecleando]; lo malo es que cuando cojo la directa [manuscrita] no puedo seguir el ritmo de los renglones que se me forman en la cabeza y me agobio”. En lo personal, cuando escribo con pluma sobre un generoso fajo de hojas de máquina o en algún cuaderno, siento que se me arremolinan las ideas y no alcanzo su ritmo al intentar aterrizarlas sobre el papel.   
     En el tiempo en que la tragedia ocurre, asisto a presentaciones de libros y me encuentro con amigos y colegas lectores y fraguadores de letras, quienes comentan que gustan de mis textos y cuyos elogios levantan mi ánimo para seguir escribiendo. Entre ellos se encuentra una escritora que admiro mucho: Magda Madero. Mi entusiasmo se eleva tanto que decido irme por la libre e intento garabatear en el papel para después teclearlo en la hoja virtual de Word de la computadora de algún Café Internet. Y entonces mi hermano, como heraldo del destino, aparece con un obsequio incomparable: una computadora nueva. 
   Son demasiados eventos seguidos como para tratarse de coincidencias. Llegó el momento de volver a escribir.

domingo, 25 de agosto de 2013

Tristeza ajena


Todos hemos escuchado la expresión “sentí pena ajena” cuando alguien nos relata su vivencia como testigo de una situación vergonzosa provocada por una persona con una criterio demasiado reducido, criterio que provoca que dicha persona vista, actúe o hable acompañada una pasmosa ridiculez. Pero la pena no es el único sentimiento ajeno que se puede experimentar en carne propia. Lo descubrí hace unos días, cuando “sentí tristeza ajena”.
     Conozco a una escritora que esgrime la pluma como pocos, muy pocos, en esta norteña región plagada de polvo y pseudo-escribidores enfermos de importancia, como llama el maestro Carlos Magallanes a ciertos artistas que clasifica como pertenecientes a la “generación espontánea”. La escritora a la que me refiero es una verdadera mujer de letras que, aun cuando ella se considera indisciplinada, tiene entre sus haberes narrativa y poesía que ya quisieran poseer algunas plumas afamadas nacional e internacionalmente.
     La tristeza ajena allanó mi ánimo cuando, en una charla literaria, la escritora mencionó que no piensa publicar su obra en vida, sino en forma póstuma. Piensa enviar a una revista sus relatos y sus versos que considera más logrados, pero nada más. La enfurece y desalienta la generación actual de jóvenes escritores que bullen en el mundillo literario y cultural de su entorno, en su mayoría escribidores de jardín de niños que con sus ocurrencias, circulares, imitantes y repetitivas hasta el cansancio, creen poder agarrar a patadas a los escritores reales. Y no sólo eso. Algunos hasta editores y autoridades literarias se sienten por la publicación de uno que otro de sus textos o poemas en uno que otro libro -individual o colectivo- y en una que otra revista, y que ya circulan desde hace tiempo en presentaciones oficiales y no oficiales.
     La escritora se encuentra dentro de la razón, pero no alcanzo a entender el por qué de no publicar su obra. La ira y la desazón que padece, sobre todo la ira, deberían ser las causantes de que dé a conocer su literatura, y no que pretenda guardarla para que alguien más la muestre cuando ella haga el viaje sin retorno. Su obra, sin duda, abrasaría las frágiles letras de los referidos escribidorcillos locales hasta convertirlas en difuminadas cenizas y, por supuesto, jamás se mezclaría con dicha generación de dizque escritores.
     Esta tristeza ajena trae a mi mente lo señalado por Stephen King en Mientras escribo: “En el lado opuesto (el de James Joyce) aparece Harper Lee, autora de un solo y excelente libro: Matar un ruiseñor. La lista de los que han escrito menos de cinco es larga, e incluye a James Agee, Malcolm Lowry y (de momento) Tomas Harris. Está bien, pero en casos así siempre me pregunto dos cosas: ¿Cuánto tardaron en escribir los libros que sí han escrito, y a qué dedicaban el resto del tiempo? ¿A hacer punto? ¿A organizar mercadillos en la parroquia? ¿A deificar ciruelas? Me acusarán de impertinente, y no lo niego, pero también lo pregunto por sincera curiosidad. Si Dios te ha regalado una facultad, ¿por qué no vas a ejercerla, por Dios?”
     Espero que la escritora reconsidere los planes que tiene en relación a su obra, demuestre lo que en verdad es ser un fraguador de verdadera literatura y nos deleite con sus apasionantes letras.

viernes, 22 de febrero de 2013

Diario


Alguna vez escuché por ahí que todos deberíamos llevar un diario, un cuaderno físico o virtual en el que vaciemos de nuestro puño y letra, o de nuestro teclado y carácter -como dice Angélica López Gándara-, lo vivido durante el día. Siempre me ha parecido un acto soberbio y narcisista, pero he considerado hacerlo tomando en cuenta tres motivos. Uno: en el tiempo en que dejaba la niñez y comenzaba a penetrar en la adolescencia, escribí todo, o casi todo, lo que hacía durante el día en un intento por llevar un diario. Aun cuando creí que no abandonaría el registro de mi vida, lo hice. Por entonces una aguda timidez reprimía demasiado todo aquello que yo deseaba expresar, incluso durante aquellas sesiones privadas que mantenía con el cuaderno que escondía en la parte más oscura y profunda de un ropero familiar. Ahora que la timidez ha sido desterrada, no encuentro ni una sola excusa válida para  no retomar, con mucha más soltura, la crónica personal del día a día. Dos: la intención de escribir no una sino varias novelas, cuyos temas y tramas no me dejan en paz, sigue machacándome la consciencia con su halo seductor. Sin embargo no he comenzado todavía el tecleo de la primera página de una de esas historias que seguro terminará en no menos de doscientas cincuenta cuartillas. En lo que decido cuándo arrancar la novela, un diario que siga el ejemplo del escritor gringo John Grisham no estaría nada mal como preparación antes de sumergirme en la aventura narrativa de largo aliento. Y tres: no pocos monstruos literarios han sucumbido ante la escritura de un diario, entre ellos Kafka.
        Por estas tres razones, y un puñado de otras tantas más, es hora de teclear lo que ocurrió o no ocurrió y lo que se hizo o se dejó de hacer durante el día. Tal vez mañana alguien dé con el dichoso diario y conozca más al padre, al abuelo, al hijo, al hermano, al tío, al primo, al amigo que lo escribió y lo escondió en el ropero virtual de una laptop, una tablet o de cualquier otro minúsculo cacharro tecnológico. 

jueves, 14 de febrero de 2013

José Saramago y su observadora, pensante y delatora pluma


Los blogs aparecieron en el virtual e insondable océano de internet mucho antes que las redes sociales. Los primeros que brotaron adolecían la rusticidad del comienzo en cuanto a diseño, pero la tecnología, con su rápido e ilimitado avance, jaló a estos espacios de expresión y desfogue personales hasta convertirlos en unos muy seductores foros. Todo mundo -o casi, como ocurre hoy en día con el twitter y el Facebook- tenía su blog para postear los textos, las fotos y las imágenes que a cada quien le vinieran en gana.
     Los primeros en hacerse de su blog fueron los jóvenes, pero conforme la popularidad de estas páginas web fue ganando ascensión, profesionales y artistas destacados, entre los que figuran varios escritores, decidieron unirse a la comunidad bloguera. Uno de ellos fue José Saramago.
     Me enteré de la existencia del sitio virtual El cuaderno de Saramago gracias a un post que subió Frino a su blog Cortando rábanos en uno de los últimos días de agosto de 2009. Desde entonces comencé a seguir los textos tecleados por el literato portugués que obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1998. Conocí el blog del autor de Ensayo sobre la ceguera muy tarde, casi diez meses antes de que falleciera. Por entonces ya era poco lo que subía debido a que se encontraba escribiendo Caín, la última novela que publicó en vida. Incluso después de que este polémico libro salió al mercado editorial, Saramago continuó escribiendo poco para su cuaderno, en parte porque su pluma daba forma a una novela más, la cual dejaría inconclusa, y por otro lado estaba su menguada salud, que lo obligaba con frecuencia a atrincherarse en su cama.
     La ventaja de El cuaderno… es que, como todo blog, guardaba un registro histórico de entradas que me permitió dar cuenta de todos los posts que me había perdido. Y sin determinar un orden de lectura, me sumergí en cada uno de los textos. Primero degusté de adelante hacia atrás y luego de atrás hacia adelante. Conforme avanzaba en el descubrimiento de los posts, mi asombro más se dilataba induciéndome a que leyera y releyera una y otra vez las develadoras letras de Saramago. Me dio mucho gusto saber que los textos de El cuaderno de Saramago fueron rescatados de la virtualidad por la editorial Alfaguara y publicados en dos libros, uno que lleva por nombre El cuaderno y otro titulado El último cuaderno. 
     El último cuaderno comprende los posts que subió a su blog el también autor de Las intermitencias de la muerte entre marzo de 2009 y junio de 2010. Aun habiendo leído las entradas de El cuaderno… incluidas en el libro, devoré con impaciencia y asombro, leyendo y releyendo, cada página del volumen. Los escritores como Saramago sorprenden con sus letras una y otra vez sin importar el número de ocasiones que nuestros ojos se posen sobre ellas.
     Saramago tecleó los textos que conforman El último cuaderno llevado por la emoción del momento, por el asombro de los días que sobrevivimos y por los recuerdos evocados a través de una noticia vista en la televisión, la nota de un diario o un libro. Así, encontramos desde un párrafo a modo de mención sobre algún evento cultural al que asistirá, hasta profundos ensayos sobre la condición humana y sobre obras literarias de otros escritores, como los excelsos comentarios acerca de los libros de autores latinoamericanos, entre los que figuran Eduardo Galeano, Mario Benedetti, Ernesto Sábato y Gabriel García Márquez. Y cómo no recordar el agudo análisis que hace sobre la obra de Kafka en los posts “La sombra del padre (1)” y “La sombra del padre (2)”.
     El último cuaderno nos muestra los pensamientos en voz alta del autor de El Evangelio según Jesucristo. Su contenido nos da a conocer a un José Saramago que observa y analiza todo cuanto acontece en el tiempo del orbe que le tocó vivir, un José Saramago que se indigna y enfurece con la podredumbre y la injusticia que descubre en Portugal, en Italia, en España, en toda Europa, en África, en México, en toda Latinoamérica, en todas partes, pero que también enaltece aquello que encuentra útil, esclarecedor, sublime, de una belleza incuestionable, como la música que interpreta la pianista Maria João Pires, como los libros de los escritores mencionados en el párrafo anterior y la obra literaria de autores portugueses clásicos y contemporáneos, conocidos y no tan conocidos, entre los que destaca Fernando Pessoa. Es en el momento en que se da el arrebato de su atención, por parte de un hecho o alguna situación, en el que Saramago trascribe sus razonamientos en el blog que más tarde se convertirá en cientos de páginas impresas en papel.
    Todas los posts de El último cuaderno son fulgurantes. Son agua helada que nos despierta del letargo y la ceguera en que nos ha enclaustrado la misma sociedad consumista, antipática e indiferente a la que pertenecemos y en la que creemos vivir y sentir sin detenernos un poco a pensar que vivimos y sentimos de acuerdo a lo impuesto por el sistema y casi nunca por elección propia. En “Otra lectura de la crisis”, Saramago nos muestra en qué lugar se forma la mentalidad del ser humano en nuestros días: “La mentalidad antigua se formó en una gran superficie que se llamaba catedral; ahora se forma en otra gran superficie que se llama centro comercial. El centro comercial no es sólo la nueva iglesia, la nueva catedral, es también la nueva universidad. El centro comercial ocupa un espacio importante en la formación de la mentalidad humana. Se ha acabado la plaza, el jardín o la calle como espacio público y de intercambio. El centro comercial es el único espacio seguro y el que crea la nueva mentalidad. Una nueva mentalidad temerosa de ser excluida, temerosa de la expulsión del paraíso del consumo y por extensión de la catedral de las compras. ¿Y ahora qué tenemos? La crisis. ¿Será que vamos a volver a la plaza o la universidad? ¿A la filosofía?”.
     Al leer “África”, es imposible no sentir el reproche de la propia consciencia que reconoce como delatoras de la realidad a las palabras del literato e intelectual portugués, palabras que parecen haber sido inspiradas por la situación que hoy sobrevivimos en nuestro país: “El egoísmo personal, la comodidad, la falta de generosidad, las pequeñas cobardías de lo cotidiano, todo esto contribuye a esa perniciosa forma de ceguera mental que consiste en estar en el mundo y no ver el mundo, o sólo ver lo que, en cada momento, sea susceptible de servir a nuestros intereses. En tales casos sólo podemos desear que la consciencia venga, nos tome por el brazo, nos sacuda y nos pregunte a quemarropa: «¿Adónde vas? ¿Qué haces? ¿Quién te crees que eres?». Una insurrección de las consciencias libres es lo que necesitaríamos. ¿Será todavía posible?”.
     Todos los literatos que han destacado por la singularidad y calidad de su obra cuentan con sus autores de cabecera, y Saramago no es la excepción. En “Lecturas para el verano”, el autor de La balsa de piedra nos descubre a los escritores que constantemente lee y relee y a los que él llama su «familia de espíritu» o «árbol genealógico»: “En primer lugar coloqué a Camões porque, como escribí en El año de la muerte de Ricardo Reis, todos los caminos portugueses nos llevan a él. Seguían después el padre Antonio Viera, porque la lengua portuguesa nunca fue más bella que cuando la escribió ese jesuita; Cervantes, porque sin el autor del Quijote la Península Ibérica sería una casa sin tejado; Montaigne, porque no necesitó de Freud para saber quién era; Voltaire, porque perdió las ilusiones sobre la humanidad y sobrevivió al disgusto; Raúl Brandão, porque no es necesario ser un genio para escribir un libro genial, Húmus; Fernando Pessoa, porque la puerta por donde se llega a él es la puerta por donde se llega a Portugal (ya teníamos a Camões, pero todavía nos faltaba un Pessoa); Kafka, porque demostró que el hombre es un coleóptero; Eça de Queiroz, porque enseñó la ironía a los portugueses; Jorge Luis Borges, porque inventó la literatura virtual, y, finalmente, Gogol, porque contempló la vida humana y la encontró triste”.
     La pluma de José Saramago, una pluma muy impulsiva, es observadora, pensante y delatora de la realidad que nos envuelve y ni así vislumbramos. El último cuaderno es un compendio de las desnudas verdades del caos social en que nos encontramos, pero también es la recapitulación de las posibilidades que tenemos para acabar con dicho caos y recuperar todo aquello que en verdad importa.