domingo, 22 de noviembre de 2009

Oxígeno


La publicidad y los superficiales programas televisivos nos han creado necesidades inútiles, como vestir y hablar como lo marca y remarca la moda, cambiante a cada momento; pisotear gente buscando el éxito individual a costa de lo que sea y de quien sea; conseguir pertenencias personales que nos permitan entrar en el cada vez menor círculo élite; ver, considerar y establecer al sexo como la única garantía de la felicidad en pareja, ya sea matrimonio o unión libre; darse gusto con el sexo como venga en gana, mientras se use un condón; y tantas conductas y pretensiones donde, en pocas palabras, cada quien es libre de hacer lo que quiera, sin límites morales, sin límites éticos y sin límites espirituales. En las últimas décadas, y gracias a los medios -principalmente televisión e Internet- se ha logrado confundir libertad con libertinaje, dos conceptos que, aunque parecidos, son distintos.
Nada más para que se den un quemon, el Diccionario de la Real Academia Española define la palabra Libertad como facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, y de no obrar, por lo que es responsable de sus actos; y nos da el significado de Libertinaje como desenfreno en las obras y en las palabras. ¿Qué tal, he?
La promoción del libertinaje sumada a la invasión de noticias sangrientas, donde si te acercas demasiado a los diarios, revistas o incluso al televisor corres el riesgo de que te salpiquen de sangre, va creando en nuestro subconsciente una idea de que ya todo está perdido, que más vale hacer lo que todos hacen, o al menos lo que parece que todos hacen, y dejarse llevar por la corriente de la perdidísima multitud.
Cuando este tipo de mentalidad y actitud nos invade, es bueno voltear a ver a quien o quienes si hacen las cosas bien, comprender y adoptar su ejemplo, y buscar sus consejos. Alguien a quien yo admiro mucho como escritor, como periodista y como persona es Jaime Muñoz Vargas. Sus libros, sus artículos, sus correos electrónicos y en general sus escritos, me levantan el ánimo, me proporcionan oxígeno para seguir al pie de guerra, al pie de esta lucha contra el pensamiento y las acciones de la mayoría de las personas de nuestro país y del mundo.
Y es que si no se toma consciencia del deterioro humano que sufrimos y toleramos a diario, sin darnos cuenta terminaremos por adherirnos a él, y hasta llegaremos a alimentarlo. Que mejor forma de evitar el magnetismo ambiental de lo insano, tanto para la mente como para el cuerpo, que buscar apoyo en los buenos humanistas, escritores e intelectuales, aquellos que en verdad están comprometidos con su quehacer, que es sinónimo de pasión, como Jaime Muñoz Vargas.
Y es que, si bien es difícil de creer, los humanistas, los intelectuales, los escritores son capaces de influir en el comportamiento de la gente, ya sea para bien, o para mal como en el caso de Hitler, que con su libro Mi Lucha, cambió la mentalidad -hasta la fecha- de grandes masas. No he leído, aun, el libro del Nazi número uno de la historia, pero comento el ejemplo sobre el grado tan alto de persuasión que puede tener un escrito; porque déjenme decirles que si Hitler hubiese sido humanista –sobre todo-, escritor o intelectual no hubiera quemado tantos y tantos libros, ni a tantas y tantas personas.
Del otro lado del peso tenemos a los grandes clásicos, formadores de muchos buenos pensadores y literatos en lo que va de historia, y en lo que falta por venir.
En un correo electrónico que envíe a Jaime Muñoz Vargas, le comenté que en no pocas ocasiones me asaltan preguntas como ¿Vale la pena leer o solo es una perdida de tiempo? ¿Y que hay con escribir? ¿Acaso es solo la terapia de un obsesionado con las letras que reniega del mundo que le tocó vivir? A lo que Jaime me respondió:

Es común que quienes nos dedicamos a esto nos preguntemos por el sentido de leer y escribir. La vida actual nos orilla a pensar siempre en términos utilitarios: ¿qué gano con leer y escribir? Por supuesto, no hay ganancia material visible e inmediata, así que nos desalentamos. Eso no es justo. Lo justo es pensar que leer y escribir es para algunos, algunos como nosotros, un placer. Si otros hallan goce en coleccionar estampillas, o en beber, o en comprar motos, o en cultivar plantas, o en no hacer nada, nosotros encontramos alegría en leer y escribir. Ese es nuestro máximo o uno de nuestros máximos placeres, y he allí la ganancia.
Si escribes literatura como escribes cartas, hay posibilidades en tu trabajo. Noto allí un filo literario, la voluntad del estilo. No hay que parar. Con o sin logros, uno debe pensar que esto es de lo poco que nos acarrea placer, un placer inteligente. En esto no digo nada nuevo, pues ya Reyes nos ha enseñado que la mayor aspiración de la vida, de la suya al menos, era lograr una "felicidad inteligente". Así pues, hay que aspirar a ella en la medida de nuestras capacidades y con las limitaciones de nuestro entorno.

Estas palabras de Jaime son para mí oxígeno puro, donde la pureza de este elemento químico escasea.
Los dejo con una frase que me hizo llegar mi lectora número uno: Teresa, cuyo espacio sigo (http://www.destierro-voluntario.blogspot.com/). Esta frase también me dio un abrazo cuando sentí que la depresión quería ganar terreno en mí. En las cosas que uno cree, que a uno lo apasionan, vale la pena seguir al pie de guerra.

Hoy por hoy ser un artista es un acto de fe; no reporta nada salvo la satisfacción del arte mismo.


Truman Capote

jueves, 12 de noviembre de 2009

Un hombre convencido


El hombre es como es durante toda su vida; sin embargo, al final de sus días se vuelve más espiritual, algunas veces más bondadoso y más tratable, sin importar que siempre haya sido un cabrón. Y es que, tal vez al ver el final demasiado cerca, todos -o casi todos- buscamos la redención para poder ir lo más ligeros que podamos al último viaje.
Es muy común saber a través de conocidos y familiares sobre personas que hicieron, con su existencia, un infierno la existencia de los demás, pero cuando llegaron a viejos cambiaron totalmente, mostrando una personalidad contraria a la que siempre tuvieron. Ateos se vuelven creyentes, lobos se convierten en ovejas del Señor, golpeadores en comprensivos, arrogantes y soberbios en hombres sencillos, porque el miedo al castigo eterno es más grande que las creencias, actitudes y acciones que llevaron a cabo durante la mayor parte de sus días en este mundo.
Pocos hombres, y pocas mujeres, son y siguen siendo ellos mismos hasta el último día de su vida. Uno de esos hombres es José Saramago, El Premio Novel de Literatura Portugués. Saramago cuenta con 86 años de edad, él sabe que La Catrina puede ya estar siguiendo sus pasos; es por ello que está decidido a dedicar todo lo que le reste de vida a la producción y promoción de su obra literaria. Los botones que sirven de muestra para esta afirmación son sus últimas dos novelas: El viaje del elefante y Caín. La primera salió al mercado mundial hace un año; la segunda aun está calientita, recién orneada, tiene días que comenzó a distribuirse por el orbe, Saramago ya la ha presentado, y la sigue presentando, en varios lugares de Europa. Es precisamente por Caín que Saramago vuelve a crear polémica en los diferentes círculos de creyentes, como ya lo había hecho cuando publicó El Evangelio según Jesucristo; esta novela le granjeó el veto para su presentación al Premio Literario Europeo de ese año por parte del Gobierno Portugués, motivo por el cual, y como protesta, Saramago se fue a vivir a la isla española de Lanzarote, donde reside actualmente.
Y es que al literato portugués no le basta con escribir novelas con temas religiosos y con críticas que alborotan a los círculos más conservadores, sobre todo dentro de la Iglesia Católica y la oposición conservadora de su país, donde un eurodiputado, desde su blog, pidió a Saramago, que renuncie a su nacionalidad portuguesa. El autor de Ensayo sobre la ceguera, en las más recientes presentaciones de su último libro, ha hecho declaraciones y comentarios que encienden todavía más los ánimos contrarios y que si estuviéramos en la Edad Media, avivarían más el fuego de la pira a la que seguramente ya lo habrían condenado.
Al igual que cuando escribí, hace unos posts, sobre la censura a la novela Memoria de mis putas tristes del Gabo, creo que Saramago está en su derecho de ser ateo y ejercer su libertad de expresión. ¿Por qué tenemos que escandalizarnos con las novelas que van en contra de nuestras creencias? Eso no es nada nuevo. A estas alturas de la historia, los neo-inquisidores ya deberían de haber aprendido que cuando censuran y condenan una obra literaria, lo único que logran es promover más el libro y crear más curiosidad en las personas que quizás, de no haber sido por ellos, nunca se habrían enterado de nada.
Algo muy parecido ocurrió con El Código Da Vinci, de Dan Brown, los grupos de religiosos católicos más conservadores lo censuraron y pidieron a los creyentes que no leyeran el libro. ¿Y que logró esto? Claro, todo lo contrario: la novela policíaca protagonizada por Robert Langdon se convirtió en bestseller mundial, vendiendo más de 40 millones de copias en todo el mundo.
Saramago es un ateo convencido, a su edad -como menciono al principio de este post- es más práctico, más sencillo y más necesario ser creyente. Sin embargo, el Novel Portugués, en una de sus presentaciones, dijo: “nosotros hemos inventado a un dios a nuestra imagen y semejanza, no al revés, y por eso es tan cruel, porque nosotros somos crueles y no sabemos inventarnos algo mejor. El hombre inventó a dios y luego se esclavizó a su ley”.
Ahora, esto de no creer en un ser superior y gritarlo a los cuatro vientos no es nada nuevo. Desgraciadamente en muchos lugares del mundo, entre ellos México, nos escandaliza, indigna y ofende que alguien cuestione lo que nuestra fe abraza como verdadero. Hagamos memoria del ex abad Guillermo Schulenberg, encargado de la Basílica de Guadalupe, fallecido este año, quien hace poco más de dos lustros declaró que el milagro guadalupano era mentira, que Juan Diego no existió y que la imagen de la Virgen de Guadalupe era obra del hombre, más en especifico de un habitante de las tierras aztecas de por aquellos años donde la evangelización estaba dándose, se quisiera o no, a toda la población de la Nueva España y de todo lo que hoy es Latinoamérica. Les puedo asegurar que, si ustedes son creyentes -y además guadalupanos de corazón-, habrían querido linchar al responsable de estas declaraciones blasfemas; y si fuera posible achicharrarlo en la hoguera ¿No se cerciorarían ustedes mismo de que se cumpliera su ejecución al pie de la letra, y a lo mejor hasta más leña verde arrojarían al fuego con tal de que quedara bien cocido el pobre infeliz que no hizo otra cosa que dar a conocer su punto de vista o sus verdaderas creencias?
Díganme ¿Quién se detuvo a pensar en las afirmaciones del indiscreto abad? ¿Quién se preocupó por investigar datos científicos e históricos sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe? Pudiera asegurarles que nadie, o tal vez solo uno que otro apegado a la curiosidad y a buscar la verdad.
A mí no me da pena, mucho menos vergüenza, admitir que soy un católico creyente, aunque poco practicante debido a que rara vez voy a misa y no participo en ninguna de las diferentes actividades religiosas que lleva a cabo la Iglesia Católica. ¿Y que porque soy creyente? Bueno, porque cuando he solicitado ayuda de arriba si he obtenido respuesta.
Así como agradezco y abrazo mi derecho a ser creyente, también los demás tienen el derecho a ser ateos; ellos sabrán ¿No?

lunes, 2 de noviembre de 2009

Día de Muertos


El día de hoy hizo honor a su nombre: estuvo muerto. Las calles, como pocas veces, carecieron del tráfico brutal que las invade a diario, donde cruzar de una acera a otra, más si se trata de un bulevar, es toda una aventura temeraria, y hasta suicida.
Es increíble la cantidad de movimiento y actividad que producen las escuelas de los diferentes niveles académicos, desde el jardín de niños hasta la universidad. Este lunes fue inhábil, según lo marca el calendario escolar de la SEP en el Estado de Coahuila; agreguemos que mucha gente no visita los panteones durante el año más que el dos de noviembre, que mucha gente no trabajó, sobre todo en las oficinas gubernamentales; todo junto nos dio una ciudad en reposo, en un reposo mayor que el que se da los domingos.
En años pasados solo trabajamos medio día en la empresa, para eso de las dos o tres de la tarde ya éramos libres como pájaros cada Día de Muertos. Este año fue diferente: tuvimos que presentarnos en la oficina también por la tarde, aunque la mayor parte de nosotros no tuviéramos más actividad que vernos las caras, platicar los unos con los otros y hacer como que trabajábamos. El negocio se solidarizó con los festejados: estuvo muerto desde la apertura hasta el cierre, de las nueve de la mañana a las siete de la tarde; ni siquiera un triste despistado dirigió sus pasos hacia la sala de ventas. Quizás en los demás departamentos si hubo trabajo, como en el caso de contabilidad, sistemas, seguridad y limpieza, áreas donde raramente no hay algo que hacer; pero en ventas es totalmente diferente.
No me gusta ser trágico, negativo o poco entusiasta, pero es tan simple como que hay o no hay clientes; esto último gobernó el día de hoy, a eso se suma el manto oscuro de la crisis económica, que nos sigue cubriendo, no cede y al parecer no tiene contemplado ceder, no al menos para México.

Homenaje a Edgar Allan Poe


Anoche no podía conciliar el sueño, no se porque razón o porque razones, pero mi cuerpo se negaba a caer en la inconsciencia reparadora de dormir. Así que, no quedándome más remedio, me dirigí a la sala de la casa, saqué mi Laptop, la encendí y busqué en la carpeta Libros Digitales de Mis Documentos el archivo llamado Poe Edgar Allan - Cuentos Completos (Trad. Julio Cortázar), y lo abrí. Sí, así es, se trata de la obra cuentística completa de Poe, traducida por Julio Cortázar. En algún lugar, en alguna biografía del autor de Rayuela, en algún periódico (la verdad no recuerdo donde) leí que la crítica, una de las críticas formadas por los más sesudos intelectuales y literatos, reconoció que la traducción de la obra de Poe al idioma de Cervantes por Cortázar es la mejor y la más completa.
Al revisar las páginas del libro digital de Poe, mis ojos dieron con dos de sus primeros cuentos: Sombra y Berenice. Los transcribo en este humilde espacio como un homenaje a Edgar Allan Poe, maestro del relato corto y del terror. Ah, y aunque estos cuentos están bastante espeluznantes, después de leerlos si pude dormir, aunque sin dejar de pensar y soñar con las imágenes que suscitaron en mi mente durante su lectura.


Sombra
Parábola


Sí, aunque marcho por el valle de la Sombra.
(Salmo de David, XXIII
)


Vosotros los que leéis aún estáis entre los vivos; pero yo, el que escribe, habré entrado hace mucho en la región de las sombras. Pues en verdad ocurrirán muchas cosas, y se sabrán cosas secretas, y pasarán muchos siglos antes de que los hombres vean este escrito. Y, cuando lo hayan visto, habrá quienes no crean en él, y otros dudarán, mas unos pocos habrá que encuentren razones para meditar frente a los caracteres aquí grabados con un estilo de hierro.
El año había sido un año de terror y de sentimientos más intensos que el terror, para los cuales no hay nombre sobre la tierra. Pues habían ocurrido muchos prodigios y señales, y a lo lejos y en todas partes, sobre el mar y la tierra, se cernían las negras alas de la peste. Para aquellos versados en la ciencia de las estrellas, los cielos revelaban una faz siniestra; y para mí, el griego Oinos, entre otros, era evidente que ya había llegado la alternación de aquel año 794, en el cual, a la entrada de Aries, el planeta Júpiter queda en conjunción con el anillo rojo del terrible Saturno. Si mucho no me equivoco, el especial espíritu del cielo no sólo se manifestaba en el globo físico de la tierra, sino en las almas, en la imaginación y en las meditaciones de la humanidad.
En una sombría ciudad llamada Ptolemáis, en un noble palacio, nos hallábamos una noche siete de nosotros frente a los frascos del rojo vino de Chíos. Y no había otra entrada a nuestra cámara que una alta puerta de bronce; y aquella puerta había sido fundida por el artesano Corinnos, y, por ser de raro mérito, se la aseguraba desde dentro. En el sombrío aposento, negras colgaduras alejaban de nuestra vista la luna, las cárdenas estrellas y las desiertas calles; pero el presagio y el recuerdo del Mal no podían ser excluidos. Estábamos rodeados por cosas que no logro explicar distintamente; cosas materiales y espirituales, la pesadez de la atmósfera, un sentimiento de sofocación, de ansiedad; y por, sobre todo, ese terrible estado de la existencia que alcanzan los seres nerviosos cuando los sentidos están agudamente vivos y despiertos, mientras las facultades yacen amodorradas. Un peso muerto nos agobiaba. Caía sobre los cuerpos, los muebles, los vasos en que bebíamos; todo lo que nos rodeaba cedía a la depresión y se hundía; todo menos las llamas de las siete lámparas de hierro que iluminaban nuestra orgía. Alzándose en altas y esbeltas líneas de luz, continuaban ardiendo, pálidas e inmóviles; y en el espejo que su brillo engendraba en la redonda mesa de ébano a la cual nos sentábamos, cada uno veía la palidez de su propio rostro y el inquieto resplandor en las abatidas miradas de sus compañeros. Y, sin embargo, reíamos y nos alegrábamos a nuestro modo —lleno de histeria—, y cantábamos las canciones de Anacreonte —llenas de locura—, y bebíamos copiosamente, aunque el purpúreo vino nos recordaba la sangre. Porque en aquella cámara había otro de nosotros en la persona del joven Zoilo. Muerto y amortajado yacía tendido cuan largo era, genio y demonio de la escena. ¡Ay, no participaba de nuestro regocijo! Pero su rostro, convulsionado por la plaga, y sus ojos, donde la muerte sólo había apagado a medias el fuego de la pestilencia, parecían interesarse en nuestra alegría, como quizá los muertos se interesan en la alegría de los que van a morir. Mas aunque yo, Oinos, sentía que los ojos del muerto estaban fijos en mí, me obligaba a no percibir la amargura de su expresión, y mientras contemplaba fijamente las profundidades del espejo de ébano, cantaba en voz alta y sonora las canciones del hijo de Teos.
Poco a poco, sin embargo, mis canciones fueron callando y sus ecos, perdiéndose entre las tenebrosas colgaduras de la cámara, se debilitaron hasta volverse inaudibles y se apagaron del todo. Y he aquí que de aquellas tenebrosas colgaduras, donde se perdían los sonidos de la canción, se desprendió una profunda e indefinida sombra, una sombra como la que la luna, cuando está baja, podría extraer del cuerpo de un hombre; pero ésta no era la sombra de un hombre o de un dios, ni de ninguna cosa familiar. Y, después de temblar un instante, entre las colgaduras del aposento, quedó, por fin, a plena vista sobre la superficie de la puerta de bronce. Mas la sombra era vaga e informe, indefinida, y no era la sombra de un hombre o de un dios, ni un dios de Grecia, ni un dios de Caldea, ni un dios egipcio. Y la sombra se detuvo en la entrada de bronce, bajo el arco del entablamento de la puerta, y sin moverse, sin decir una palabra, permaneció inmóvil. Y la puerta donde estaba la sombra, si recuerdo bien, se alzaba frente a los pies del joven Zoilo amortajado. Mas nosotros, los siete allí congregados, al ver cómo la sombra avanzaba desde las colgaduras, no nos atrevimos a contemplarla de lleno, sino que bajamos los ojos y miramos fijamente las profundidades del espejo de ébano. Y al final yo, Oinos, hablando en voz muy baja, pregunté a la sombra cuál era su morada y su nombre. Y la sombra contestó: «Yo soy SOMBRA, y mi morada está al lado de las catacumbas de Ptolemáis, y cerca de las oscuras planicies de Clíseo, que bordean el impuro canal de Caronte.»
Y entonces los siete nos levantamos llenos de horror y permanecimos de pie temblando, estremecidos, pálidos; porque el tono de la voz de la sombra no era el tono de un solo ser, sino el de una multitud de seres, y, variando en sus cadencias de una sílaba a otra, penetraba oscuramente en nuestros oídos con los acentos familiares y harto recordados de mil y mil amigos muertos.



Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas.
(Ebn Zaiat)


La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste y también tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuencia del bien, así, en realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria de la pasada beatitud es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.
Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido. Sin embargo, no hay en mi país torres más venerables que mi melancólica y gris heredad. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios, y en muchos detalles sorprendentes, en el carácter de la mansión familiar, en los frescos del salón principal, en las colgaduras de los dormitorios, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero especialmente en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en la peculiarísima naturaleza de sus libros, hay elementos más que suficientes para justificar esta creencia.
Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con este aposento y con sus volúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo estoy convencido, pero no trato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y como una sombra también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón.
En ese aposento nací. Al despertar de improviso de la larga noche de eso que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y la erudición monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi juventud en ensoñaciones; pero sí es raro que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad me encontrara aún en la mansión de mis padres; sí, es asombrosa la paralización que subyugó las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión total que se produjo en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades terrenales me afectaban como visiones, y sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y entera existencia.
Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la heredad paterna. Pero crecimos de distinta manera: yo, enfermizo, envuelto en melancolía; ella, ágil, graciosa, desbordante de fuerzas; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras del camino o en la huida silenciosa de las horas de alas negras.
¡Berenice! Invoco su nombre... ¡Berenice! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen ante mí, como en los primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo, fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no debe ser relatada. La enfermedad —una enfermedad fatal— cayó sobre ella como el simún, y mientras yo la observaba, el espíritu de la transformación la arrasó, penetrando en su mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más sutil y terrible llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía o, por lo menos, ya no la reconocía como Berenice.
Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por la primera y fatal, que ocasionó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debe mencionarse como la más afligente y obstinada una especie de epilepsia que terminaba no rara vez en catalepsia, estado muy semejante a la disolución efectiva y de la cual su manera de recobrarse era, en muchos casos, brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad —pues me han dicho que no debo darle otro nombre—, mi propia enfermedad, digo, crecía rápidamente, asumiendo, por último, un carácter monomaniaco de una especie nueva y extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y, al fin obtuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía si así debo llamarla, consistía en una irritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no se me entienda; pero temo, en verdad, que no haya manera posible de proporcionar a la inteligencia del lector corriente una idea adecuada de esa nerviosa intensidad del interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no emplear términos técnicos) actuaban y se sumían en la contemplación de los objetos del universo, aun de los más comunes.
Reflexionar largas horas, infatigable, con la atención clavada en alguna nota trivial, al margen de un libro o en su tipografía; pasar la mayor parte de un día de verano absorto en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme durante toda una noche en la observación de la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente alguna palabra común hasta que el sonido, por obra de la frecuente repetición, dejaba de suscitar idea alguna en la mente; perder todo sentido de movimiento o de existencia física gracias a una absoluta y obstinada quietud, largo tiempo prolongada; tales eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, no único, por cierto, pero sí capaz de desafiar todo análisis o explicación.
Mas no se me entienda mal. La excesiva, intensa y mórbida atención así excitada por objetos triviales en sí mismos no debe confundirse con la tendencia a la meditación, común a todos los hombres, y que se da especialmente en las personas de imaginación ardiente. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, un estado agudo o una exageración de esa tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado en un objeto habitualmente no trivial, lo pierde de vista poco a poco en una multitud de deducciones y sugerencias que de él proceden, hasta que, al final de un ensueño colmado a menudo de voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece en un completo olvido. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque asumiera, a través del intermedio de mi visión perturbada, una importancia refleja, irreal. Pocas deducciones, si es que aparecía alguna, surgían, y esas pocas retornaban tercamente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran placenteras, y al cabo del ensueño, la primera causa, lejos de estar fuera de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo dominante del mal. En una palabra: las facultades mentales más ejercidas en mi caso eran, como ya lo he dicho, las de la atención, mientras en el soñador son las de la especulación.
Mis libros, en esa época, si no servían en realidad para irritar el trastorno, participaban ampliamente, como se comprenderá, por su naturaleza imaginativa e inconexa, de las características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni dei, la gran obra de San Agustín La ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne Christi, cuya paradójica sentencia: Mortuus est Deifilius; credibili est quia ineptum est: et sepultas resurrexit; certum est quia impossibili est, ocupó mi tiempo íntegro durante muchas semanas de laboriosa e inútil investigación.
Se verá, pues, que, arrancada de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón semejaba a ese risco marino del cual habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la feroz furia de las aguas y los vientos, pero temblaba al contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador descuidado pueda parecer fuera de duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desventurada enfermedad me brindaría muchos objetos para el ejercicio de esa intensa y anormal meditación, cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo explicar, en modo alguno era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, su calamidad me daba pena, y, muy conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos medios por los cuales había llegado a producirse una revolución tan súbita y extraña. Pero estas reflexiones no participaban de la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran semejantes a las que, en similares circunstancias, podían presentarse en el común de los hombres. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se gozaba en los cambios menos importantes, pero más llamativos, operados en la constitución física de Berenice, en la singular y espantosa distorsión de su identidad personal.
En los días más brillantes de su belleza incomparable, seguramente no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, los sentimientos en mí nunca venían del corazón, y las pasiones siempre venían de la inteligencia. A través del alba gris, en las sombras entrelazadas del bosque a mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche, su imagen había flotado ante mis ojos y yo la había visto, no como una Berenice viva, palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, terrenal, sino como su abstracción; no como una cosa para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como el tema de una especulación tan abstrusa cuanto inconexa. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado largo tiempo, y, en un mal momento, le hablé de matrimonio.
Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno —en uno de estos días intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de la hermosa Alción[1] —, me senté, creyéndome solo, en el gabinete interior de la biblioteca. Pero alzando los ojos vi, ante mí, a Berenice.
¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la luz incierta, crepuscular del aposento, o los grises vestidos que envolvían su figura, los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. No profirió una palabra y yo por nada del mundo hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado recorrió mi cuerpo; me oprimió una sensación de intolerable ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma y, reclinándome en el asiento, permanecí un instante sin respirar, inmóvil, con los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era excesiva, y ni un vestigio del ser primitivo asomaba en una sola línea del contorno. Mis ardorosas miradas cayeron, por fin, en su rostro. La frente era alta, muy pálida, singularmente plácida; y el que en un tiempo fuera cabello de azabache caía parcialmente sobre ella sombreando las hundidas sienes con innumerables rizos, ahora de un rubio reluciente, que por su matiz fantástico discordaban por completo con la melancolía dominante de su rostro. Sus ojos no tenían vida ni brillo y parecían sin pupilas, y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar los labios, finos y contraídos. Se entreabrieron, y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la cambiada Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Ojalá nunca los hubiera visto o, después de verlos, hubiese muerto!
El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la vista, vi que mi prima había salido del aposento. Pero del desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido ni se apartaría el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni un punto en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una melladura en el borde hubo en esa pasajera sonrisa que no se grabara a fuego en mi memoria. Los vi entonces con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas partes, visibles y palpables, ante mí; largos, estrechos, blanquísimos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el momento mismo en que habían empezado a distenderse. Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía y luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los múltiples objetos del mundo exterior no tenía pensamientos sino para los dientes. Los ansiaba con un deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos los diferentes intereses se absorbieron en una sola contemplación. Ellos, ellos eran los únicos presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual.
Los observé a todas las luces. Les hice adoptar todas las actitudes. Examiné sus características. Estudié sus peculiaridades. Medité sobre su conformación. Reflexioné sobre el cambio de su naturaleza. Me estremecía al asignarles en imaginación un poder sensible y consciente, y aun, sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho bien de mademoiselle Sallé que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía con la mayor seriedad que toutes ses dents étaient des idées. Des idées! ¡Ah, este fue el insensato pensamiento que me destruyó! Des idées! ¡Ah, por eso era que los codiciaba tan locamente! Sentí que sólo su posesión podía devolverme la paz, restituyéndome a la razón.
Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon y yo seguía inmóvil, sentado en aquel aposento solitario; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente como si, con la claridad más viva y más espantosa, flotara entre las cambiantes luces y sombras del recinto. Al fin, irrumpió en mis sueños un grito como de horror y consternación, y luego, tras una pausa, el sonido de turbadas voces, mezcladas con sordos lamentos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo de par en par una de las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a una criada deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había tenido un acceso de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, la tumba estaba dispuesta para su ocupante y terminados los preparativos del entierro.
Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo. Me parecía que acababa de despertar de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero del melancólico período intermedio no tenía conocimiento real o, por lo menos, definido. Sin embargo, su recuerdo estaba repleto de horror, horror más horrible por lo vago, terror más terrible por su ambigüedad. Era una página atroz en la historia de mi existencia, escrita toda con recuerdos oscuros, espantosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero en vano, mientras una y otra vez, como el espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué era? Me lo pregunté a mí mismo en voz alta, y los susurrantes ecos del aposento me respondieron: ¿Qué era?
En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a ella una cajita. No tenía nada de notable, y la había visto a menudo, pues era propiedad del médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y por qué me estremecí al mirarla? Eran cosas que no merecían ser tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas páginas de un libro y en una frase subrayada: Dicebant mihi sedales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, pues, al leerlas se me erizaron los cabellos y la sangre se congeló en mis venas?
Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la biblioteca y, pálido como un habitante de la tumba, entró un criado de puntillas. Había en sus ojos un violento terror y me habló con voz trémula, ronca, ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba de un salvaje grito que había turbado el silencio de la noche, de la servidumbre reunida para buscar el origen del sonido, y su voz cobró un tono espeluznante, nítido, cuando me habló, susurrando, de una tumba violada, de un cadáver desfigurado, sin mortaja y que aún respiraba, aún palpitaba, aún vivía.
Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. No dije nada; me tomó suavemente la mano: tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había contra la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un alarido salté hasta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblor se me deslizó de la mano, y cayó pesadamente, y se hizo añicos; y de entre ellos, entrechocándose, rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por el piso.


[1] Pues como Júpiter, durante el invierno, da por dos veces siete días de calor, los hombres han llamado a este tiempo clemente y templado, la nodriza de la hermosa Alción (Simónides).