sábado, 25 de agosto de 2012

Una estúpida decisión


La desesperación no es buena consejera –no por nada los señalamientos de seguridad en caso de desastre que se encuentran en los edificios rezan “conserve la calma”- y si hacemos caso a sus gritos cargados de silencio, tomaremos malas decisiones. Incluso se cae en el riesgo de tomar una decisión no sólo mala, sino estúpida, cómo me ocurrió a mí hace una semana.
        La industria automotriz en México, de la cual yo formaba parte hasta hace poco, fue uno de los rubros que más padeció la crisis económica que avasalló al mundo a finales de 2008 y todo 2009, sobre todo en sus ventas internas. Aun cuando las economías globales, entre ellas la de nuestro país, comenzaron a levantar la curva caída en las gráficas, la venta de autos no se recuperó del todo y ha estado trémula los últimos dos años y medio gracias, precisamente, a una incertidumbre económica cuya niebla no termina de disiparse, y a la violencia y la inseguridad que no escampan. Todo esto provocó en mí el deseo de cambiar de trabajo, cambiar de giro. Así que cuando apareció en mi senda la oportunidad de hacerlo debido a una oferta nada desdeñable de otra empresa, no di tiempo a que la duda se acomodara a sus anchas y me enrolé en una nueva actividad, nueva al menos para mí.
       El empleo también era en el área de ventas, pero de la industria de la galleta. Cinco semanas fueron suficientes para darme cuenta de que ese tipo de trabajo no era lo mío. Se entraba de madrugada, pero no había hora de salir. Llegué a trabajar de doce a catorce horas diarias, corridas, sólo con pequeños intervalos de tiempo para desayunar y comer algo, lo que se encontrara y pudiera engullir en el camino para con los clientes. La sed, insaciable, me atacaba con una intensidad que hasta entonces no había conocido. Tomaba de tres a cuatro litros de agua durante el día y ni así acababa del todo con ella. Abandoné por completo el hábito de la lectura. Tengo el librero lleno de títulos que esperan ser leídos. Los veía con tristeza, melancólico. Me parecía demasiado remoto poder volver a tener el tiempo, las fuerzas y el entusiasmo para leer y releer cada una de las páginas de todos esos libros que sonreían apenas cruzaba la puerta de la entrada de la casa cada noche, sin que les importara que yo dirigiera una rápida mirada hacia ellos para después, resignado, volver a mi deseo más profundo de esas horas: alcanzar la cama y, de ser posible, no despertar en varios días. Y ni qué decir en cuanto a la escritura. La pluma y el teclado también padecieron mi ausencia.
        Un viernes, el antepasado, desperté con la intención de renunciar. No fue una intención de “a ver si renuncio”. Más que con intención, desperté decidido a renunciar. Y así lo hice. La desesperación me ganó terreno y no pude alcanzarla, mucho menos echarla abajo. Desesperación de verme enclaustrado en un trabajo que, aunque con una paga no tan mala, no me entusiasmaba en lo más mínimo, tal vez porque drenaba mi energía más allá de lo imaginable, tal vez porque la jornada, además de agotadora, era infranqueable. No se podía escapar de ella. Entonces, pensaba, cómo demonios voy a hacerle para buscar otro trabajo, cómo voy a hacerle para presentar mi curriculum en otras alternativas laborales. Y sin darme tiempo para meditarlo, renuncié. Tomé una estúpida decisión. Estúpida no por renunciar a un trabajo al que jamás pensé alucinar en tan poco tiempo, sino por el hecho de que renuncié sin tener una chamba segura en otra parte. Debí esperar e ingeniármelas para buscar otra oportunidad sin abandonar el trabajo que tenía.
        Ahora me encuentro en el lugar donde nunca creí que llegaría: el círculo estadístico del desempleo, morada de la bestia llamada incertidumbre, bestia que, aprovechando mi agobio, intenta devorarme.