domingo, 25 de agosto de 2013

Tristeza ajena


Todos hemos escuchado la expresión “sentí pena ajena” cuando alguien nos relata su vivencia como testigo de una situación vergonzosa provocada por una persona con una criterio demasiado reducido, criterio que provoca que dicha persona vista, actúe o hable acompañada una pasmosa ridiculez. Pero la pena no es el único sentimiento ajeno que se puede experimentar en carne propia. Lo descubrí hace unos días, cuando “sentí tristeza ajena”.
     Conozco a una escritora que esgrime la pluma como pocos, muy pocos, en esta norteña región plagada de polvo y pseudo-escribidores enfermos de importancia, como llama el maestro Carlos Magallanes a ciertos artistas que clasifica como pertenecientes a la “generación espontánea”. La escritora a la que me refiero es una verdadera mujer de letras que, aun cuando ella se considera indisciplinada, tiene entre sus haberes narrativa y poesía que ya quisieran poseer algunas plumas afamadas nacional e internacionalmente.
     La tristeza ajena allanó mi ánimo cuando, en una charla literaria, la escritora mencionó que no piensa publicar su obra en vida, sino en forma póstuma. Piensa enviar a una revista sus relatos y sus versos que considera más logrados, pero nada más. La enfurece y desalienta la generación actual de jóvenes escritores que bullen en el mundillo literario y cultural de su entorno, en su mayoría escribidores de jardín de niños que con sus ocurrencias, circulares, imitantes y repetitivas hasta el cansancio, creen poder agarrar a patadas a los escritores reales. Y no sólo eso. Algunos hasta editores y autoridades literarias se sienten por la publicación de uno que otro de sus textos o poemas en uno que otro libro -individual o colectivo- y en una que otra revista, y que ya circulan desde hace tiempo en presentaciones oficiales y no oficiales.
     La escritora se encuentra dentro de la razón, pero no alcanzo a entender el por qué de no publicar su obra. La ira y la desazón que padece, sobre todo la ira, deberían ser las causantes de que dé a conocer su literatura, y no que pretenda guardarla para que alguien más la muestre cuando ella haga el viaje sin retorno. Su obra, sin duda, abrasaría las frágiles letras de los referidos escribidorcillos locales hasta convertirlas en difuminadas cenizas y, por supuesto, jamás se mezclaría con dicha generación de dizque escritores.
     Esta tristeza ajena trae a mi mente lo señalado por Stephen King en Mientras escribo: “En el lado opuesto (el de James Joyce) aparece Harper Lee, autora de un solo y excelente libro: Matar un ruiseñor. La lista de los que han escrito menos de cinco es larga, e incluye a James Agee, Malcolm Lowry y (de momento) Tomas Harris. Está bien, pero en casos así siempre me pregunto dos cosas: ¿Cuánto tardaron en escribir los libros que sí han escrito, y a qué dedicaban el resto del tiempo? ¿A hacer punto? ¿A organizar mercadillos en la parroquia? ¿A deificar ciruelas? Me acusarán de impertinente, y no lo niego, pero también lo pregunto por sincera curiosidad. Si Dios te ha regalado una facultad, ¿por qué no vas a ejercerla, por Dios?”
     Espero que la escritora reconsidere los planes que tiene en relación a su obra, demuestre lo que en verdad es ser un fraguador de verdadera literatura y nos deleite con sus apasionantes letras.