martes, 19 de abril de 2011

En el hospital


Estás líneas que me remontan al blog las tecleo desde el hospital. Hace ya casi un mes que la mitad de mis faenas diarias, o tal vez un poco más, transcurren entre enfermos, doctores y enfermeras en cuyos atuendos predomina un inmaculado tono blanco (sobre todo en las enfermeras), guardias de seguridad que patrullan cada uno de los pisos, y visitantes cuyas edades destellan desde adolescencia hasta senectud. Mis constantes incursiones en el nosocomio me espantaron el ánimo de asaltar el teclado de mi laptop debido a la embestida de la tristeza propia y ajena que padecí y al cansancio físico y psicológico que me allanó y que no he logrado detener, mucho menos desterrar. En los últimos veintiocho días no han faltado las noches en que me he querido obligar a escribir aun cuando mis dedos se arrastren sobre las letras de mi viejo ordenador portátil, pero recuerdo el consejo de Chejov sobre no dejar correr la pluma con la cabeza cansada y desisto. Hoy, sin embargo, las letras han ganado en su insistencia a que las retome y escriba, sobre lo que sea, pero que escriba. Así que ahí van algunas anecdóticas observaciones sobre el hospital. Aun cuando yo no soy el enfermo (daría lo que sea por que así fuera), padezco cierto tullimiento en mis manos por la falta de ejercicio letrístico a que me he abandonado. Espero que este post con que vuelvo al blog no quede tan peor.
Las doctoras y las enfermeras jóvenes, guapas, amables y buena onda no sólo son un mito que encarna en los personajes de las series de televisión americanas, sí existen y algunas de ellas laboran en el hospital que ahora frecuento. No dudo que en el resto de las clínicas de nuestro país ocurra igual.
Cuando pasamos por fuera de un hospital el resto del paisaje citadino nos sigue pareciendo igual: luminoso y sin afectaciones. Pero cuando ingresamos a un hospital y conocemos de cerca todo lo que alberga su interior, la ciudad ya no parece la misma. Una extraña sensación, similar a encontrarnos viviendo una realidad fantástica de la dimensión desconocida, nos ataca y las emociones arremeten contra nosotros. Desesperación, tristeza, soledad, dolor, llanto, esperanza, coraje, humildad, ateísmo y fe forman una cicuta que se adueña de nuestro paladar y que tragamos sin poder evitarlo; el brebaje hace que la indiferencia -en cuyo ojo nos encontramos- cale más profundo.
El hospital es una cárcel donde la enfermedad nos tiene presos al habernos acusado de algo que ella misma nos ha hecho. Es necesaria la abogacía de los doctores y su ayuda a través de medicamentos para asir de nueva cuenta la libertad. Por desgracia hay personas, las menos afortunadas, que recibirán la condena de cadena perpetua y algunas incluso hasta la de la pena de muerte.
Existe una frase que reza “No hay ateos en las trincheras”, y en el tiempo que llevo entrando y saliendo de la trinchera llamada nosocomio he descubierto que esta frase tiene mucho de cierto.
Después de conocer de cerca una grave enfermedad -ya sea en nosotros mismos o en uno de nuestros seres queridos- donde se percibe el constante acecho de la muerte, todo adquiere un enfoque diferente, la vida jamás será la misma, lo que creíamos importante deja de serlo y lo que considerábamos cotidiano y banal adquiere una dilatada importancia.
A pesar de la crudeza con que se dan la inseguridad y la violencia en las calles, es bastante alentador estar cerca de doctores, enfermeras y personal en general de un hospital; es sobrecogedor verlos combatir juntos y sin descanso contra la muerte intentado recuperar la salud de cada uno de los enfermos.
Se dice que en la cárcel, en el hospital y en la funeraria se conoce a los amigos. Es verdad.