Una tarde de septiembre de hace dos o tres años,
Torreón fue embestido por un chaparrón que lo convirtió -como hoy por hoy- en
la Venecia mexicana: por sus calles y avenidas principales, al igual que en la
mayoría de las colonias, sólo se podía circular en góndola. Era demasiado
temerario el intento de convertir cualquier auto en un improvisado vehículo
anfibio.
La
colonia donde vivo no escapó del estancamiento masivo de agua de tromba. Y tal
cual ocurre en situaciones así, apareció la indeseable necesidad de salir de
casa e ir a la tienda avecindada dos cuadras adelante. Caminar a la dichosa
miscelánea equivalía a sumergir los pies más allá de media pantorrilla en el
líquido chocolatoso de todos sabores. En vez de chapotear, preferí sacar el
carro de la cochera. El sonido de las olas al golpear contra la carrocería de
mi auto despertaron en mí la sensación de encontrarme dentro de una botella
gigante de vidrio que flotaba a la deriva en algún río o en el océano. Fui a la
tienda y volví sin que el auto desfalleciera a medio camino. Un verdadero
milagro. Pero no salí librado del todo de la aventura. Cuando dejé la tienda y
estaba por subir al carro, mi celular, mal sujeto, se zafó de mi cinto y fue a
parar al oscuro encharcamiento. Después de balbucear cuatro o cinco leperadas
afronté lo inevitable: sumergir mi mano y la mitad de mi antebrazo en la espesa
laguna café en busca del teléfono. Tanteé
hasta llegar al asfalto. Después removí agua y fango de un lado a otro,
de aquí para allá y de allá para acá en todas direcciones hasta que di con el
ahogado Nokia. Fue desesperante. Creí que no lo encontraría.
Algo
similar he experimentado los últimos tres meses y medio. El aluvión de
situaciones y vivencias encharcó mi libertad. Primero, el cambio de un trabajo
a otro. Luego ese otro trabajo y su interminable y agotadora jornada diaria.
Después la renuncia, el desempleo y el desasosiego. Y ahora una nueva faena
laboral en la que creo saber de lo que trata. Aunque si alguien me pregunta
cómo me a ido, no puedo darle una respuesta certera. Ni bien, ni mal. No se ha
hecho presente la pena, pero tampoco la gloria. Me encuentro en una especie de
limbo laboral. Eso sí: es, indudablemente, mucho mejor que el desempleo.
Todo este abrupto caos de tres meses
provocó que mi pluma, con la que ejerzo de escribidor, resbalara de mi mano y
fuera a dar al lodoso charco situacional. Este post es la desesperada y
desesperante búsqueda de mi mano sumergida en el fango en un intento por
recuperar mi pluma. Mantengo cautiva la esperanza de encontrarla sin demasiada
atrofia. Anhelo como nunca que aun funcione.
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