lunes, 9 de enero de 2012

Un desafiante propósito


Las personas que tienen por hábito inherente la lectura diaria, sobre todo de libros, son pocas, son minoría, una minoría que es mucho más numerosa en los países de primer mundo como los de la Unión Europea y el Nuevo Imperio Romano renacido en América: Los Estado Unidos. Según estudios, encuestas y estadísticas, los europeos que leen -que en serio leen- devoran cincuenta libros al año, o sea un promedio de un libro por semana, récord que a simple vista parece difícil hasta para quienes de este lado del mundo sí engullimos con la vista, de principio a fin, un buen número de libros en trescientos sesenta y cinco días. La hazaña anual de los lectores del Viejo Continente, por simple lógica, es imposible para los mexicanos que no leen ni el instructivo del celular de última tecnología que acaban de comprar y del que no utilizan ni la quinta parte de sus funciones porque el motivo que los llevó a hacerse de él no fue la necesidad utilitaria sino el apantalle social.
Pero volviendo a los lectores europeos, muchos apasionados de la lectura de por acá se preguntarán cómo es que hacen del otro lado del Atlántico para chutarse semejante cantidad de libros en doce meses. Quizá a cualquier lector que en verdad ama los libros, y la letra impresa en todos los formatos, sin importar el lugar del orbe donde habite, también le parece increíble la cantidad de horas que el mexicano promedio pasa frente a las pantallas, tanto del televisor como de la computadora, como mero esparcimiento, pantallas que en vez de despertar y acrecentar su intelecto, lo adormecen. Quienes no leen ni un solo libro al mes y según ellos desean sumar la lectura a su flaco costal de hábitos útiles y enriquecedores, deberían de inventariar las horas que pierden enajenando su vista con telenovelas que de tan trilladas son una mentada directa al teleauditorio, con programas y series que descubren el nudo y el final mucho antes de llegar a la mitad de su duración, y con noticias veladas y expuestas con maña para lograr la persuasión y el efecto deseados en la mayoría de quienes las ven y escuchan a través de la caja-loro, que es como nombra Stephen King al televisor en Mientras escribo. Y ni que decir del monitor de la computadora y las pantallitas de los teléfonos celulares como el Blackberry, donde la adicción a las redes sociales y a la vagancia virtual, adicción que puede volverse insaciable, hace que las cabezas de los cibernautas naufraguen en los escollos de un yermo cansancio mental. Es principalmente por estas razones que la minoría conformada por los lectores de hueso rojo intenso es más pequeña en países como el nuestro.
Hay algunos factores importantes en países como Inglaterra, España, Francia y Alemania que ayudan a que los lectores acrecienten su número de libros leídos, como el trasporte público, preferido por muchos habitantes de estos lugares en vez de la monserga de manejar sus autos dado que los autobuses y los trenes urbanos son muy cómodos y seguros y permiten una agradable lectura mientras se recorre la distancia de la casa al trabajo y del trabajo a la casa, o de cualquier punto de la ciudad a determinado destino.
Aun con todas las circunstancias que arrastramos los mexicanos, como el pésimo servicio del trasporte público, los altos precios en las novedades editoriales, las exhaustivas jornadas laborales que en su mayoría superan las ocho horas diarias, la poca cantidad de librerías y bibliotecas que existen -como es el caso de Torreón-, sí es posible que también nosotros leamos una media de cincuenta libros al año. Si en vez de vagar sin rumbo fijo por Internet se baja un libro electrónico (Google enlaza con innumerables sitios web donde es posible descargar libros gratis) y se lee en todos esos momentos sin quehacer en que se recurre al monitor de la computadora para mandar ese tiempo al otro mundo, si en vez de encender la televisión abrimos un libro que nos guste o nos hayan recomendado, saborear completo un libro a la semana del grueso de unas cien o ciento cincuenta páginas no es difícil, mucho menos imposible.
Uno de mis propósitos de año nuevo es zambullirme en la cruzada de jugarse el todo por el todo con el fin de llegar a los cincuenta libros leídos, y comprendidos, antes de que caiga la hora cero en los relojes el último día de diciembre de este 2012. Por supuesto, si antes no se acaba el mundo. Aunque en realidad en muchos casos, como alguien escribió por ahí, el mundo ya se acabó para aquellos que creen que acabará este año de acuerdo a supuestas interpretaciones de profecías mayas.
Mientras son melones o son simples naranjas, y de acuerdo al mito convertido en rito que reza que aquello que hagamos durante el primer día del año lo haremos el resto de sus días, yo ya comencé con el primer libro el primero de enero: Nuestro libro de cada día, de José Saramago. Y aunque es cierto que es un libro de no muchas páginas, apenas un promedio de cuarenta y siete, con su lectura sólo me faltan cuarenta y nueve por engullir. Voy por ellos y por todas y cada una de sus páginas.

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