martes, 14 de septiembre de 2010

El guiño


No son pocas las veces que una pregunta ha flagelado mi pensamiento y mi consciencia inútilmente, y esa pregunta es ¿Porqué no seguí mi instinto literario en el momento en que me hizo el primer guiño? Si así lo hubiera hecho lo más seguro es que, en vez de estudiar contabilidad, ahora tendría en mis haberes el título, y hasta la maestría, de una licenciatura en letras o por lo menos en ciencias de la comunicación. El guiño que no advertí lo recibí mientras cursaba los primeros semestres de preparatoria, y fue en la clase de “Taller de lectura y redacción”. Por aquel entonces conocí a Kafka, a García Lorca, y algunos otros escritores de lujo de quienes nos encargaban, como tarea semanal, leer completa una de sus obras y hacer el resumen con todo aquello que nuestra memoria retuviera. La maestra de esta clase era eficiente, nos obligaba a leer mediante la amenaza de que ella leería todos y cada uno de nuestros resúmenes y si ante sus ojos pasaban dos tareas iguales, una de alguien que sí cumplió y la otra un clon hecho por un flojonatas, a ambos alumnos les pondría cero dado que a su juicio era imposible identificar el trabajo original del trabajo copiado. Algunos compañeros confiaron en que la amenaza no iba a pasar de ser solo amenaza y tanto al alcahuete como al holgazán les signaron con un círculo colorado sus cuadernos del taller.
Yo disfrutaba leyendo y escribiendo los dichosos resúmenes, pero esta situación no fue el guiño a que me refiero. En la sección del semestre que yo cursaba había una chava muy guapa y, hay que reconocerlo, muy viva: a veces me pedía que le leyera mi resumen del libro en turno, y en base a lo escuchado ella redactaba el suyo. Nunca me negué a sus peticiones, que ojalá y hubieran llegado más allá de lo académico, ya que bastaba que me mirara para perderme en sus lindos ojotes color miel. La chava tenía otras cualidades; además de guapa era muy buena onda y también muy estudiosa. Y algo más: gustaba de la literatura. Cuando no escribía su resumen al parecer se debía a que trabajaba por las tardes en una miscelánea que tenían sus papás en donde si la chamba se tornaba agobiante no le daba chanza de leer el libro entero que tocaba.
El guiño consistió en que, al enterarme del gusto por la literatura de mi guapa compañera, escribí mis primeros cuentos para ella; fueron dos y los garabateé en una sola tarde. Recuerdo que la experiencia fue parecida a un ejercicio de escritura en automático. Tenía la idea del comienzo de una historia y un espejismo nebuloso del final, así que comencé a escribir cómo poseído, perdido entre las cuartillas rayadas que mi puño llenaba de ficción. Terminé un primer relato. No me gustó. Trataba sobre un callejón (al parecer así se llamaba el cuento, El callejón) en el que un fantasma se la pasaba dándole cuello, bueno...matando, a todo aquel que cruzara por allí. Cuando llegué la final del relato lo leí y releí y no me llenó el ojo. Me pareció que la historia, en vez de dar miedo y despertar el terror escondido del lector, iba a parecer floja, y con un final cursi. Aun así me la quedé, pero decidí escribir otra. Otra vez me parecía que era la pluma, y no yo, quien escribía, que mi mano solo sostenía al bolígrafo mientras se dejaba llevar a la velocidad que él quería. Prácticamente no paraba de tatuarle palabras a las hojas del cuaderno, y cuando me detenía un pequeño instante era porque había cometido un error en algún vocablo.
El segundo cuento me llevó más tiempo, lo terminé casi anocheciendo. Al escribir la última palabra apliqué la misma catadura: lo leí y releí. Me gustó. La trama del relato se basaba en una nave espacial extraterrestre que caía cerca de un ranchito donde un chavito de diez años vivía en la casa de su abuelo. El mocoso, curioso cómo él solo, veía caer una especie de pequeño sol -la nave- en los alrededores de una laguna cercana al poblado y salía a la noche para averiguar que había caído del cielo. Al llegar a la laguna, el chavito descubría la nave y a sus tripulantes, Los Guerreros Solares (fue cómo nombré el cuento), descendiendo de una especie de estopa gigante en llamas, unas llamas que eran capaces de dejar ciego a cualquier humano que las mirase. A partir de ahí se desarrollaba la historia. El título me lo fusilé de una película que por aquellos años andaba de moda y que en español se tradujo así, Los Guerreros Solares. Era todo lo que yo conocía de dicha cinta, y lo único que conocí, puesto que nunca la vi.
Al día siguiente le platiqué a mi compañera, la chava de los lindos ojotes color miel, mi hazaña literaria y me pidió que la dejara leer los cuentos. Lo hice y le gustó el de Los Guerreros Solares. Ya encarrerado y con semejante motivación, escribí un tercer relato, bastante cursi y agringado, al que titulé Los amigos y que trataba sobre dos policias que se echaban tanto la mano que, en vez de amigos -ahora que lo pienso- parecían una pareja de gays. No recuerdo si se lo di a leer a mi bella e inquietante amiga, pero si así fue no le ha de haber gustado igual que el de los guerreros, porque no se me grabaron sus elogios para el cuento; quizá fueron nulos.
Este es el guiño al que me refería al principio del post, guiño al que no hice caso cuando disfrutaba y sufría mi adolescencia. La literatura no volvió a flirtearme hasta hace ocho años, cuando retomé el hábito de la lectura hasta volverme un adicto compulsivo. Y de tanto leer desperté a la loca de la casa, la imaginación, que me estuvo muele y muele con la idea de que escribiera, y le hice caso. Y heme aquí, azotando el teclado cada vez que las palomas, los murciélagos, o vayan ustedes a saber qué, se cuelan al campanario.
Hay que hacer caso al guiño, al instinto, eso que algunos llaman sexto sentido, porqué cuando embate con la fuerza descomunal de un rayo, seguro nos está gritando la verdad de algo que aun no hemos visto, pero que es cierto, y que necesitamos descubrir.

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