Todos hemos escuchado la expresión “sentí pena
ajena” cuando alguien nos relata su vivencia como testigo de una situación
vergonzosa provocada por una persona con una criterio demasiado reducido,
criterio que provoca que dicha persona vista, actúe o hable acompañada una
pasmosa ridiculez. Pero la pena no es el único sentimiento ajeno que se puede
experimentar en carne propia. Lo descubrí hace unos días, cuando “sentí
tristeza ajena”.
Conozco a
una escritora que esgrime la pluma como pocos, muy pocos, en esta norteña
región plagada de polvo y pseudo-escribidores enfermos de importancia, como
llama el maestro Carlos Magallanes a ciertos artistas que clasifica como
pertenecientes a la “generación espontánea”. La escritora a la que me refiero
es una verdadera mujer de letras que, aun cuando ella se considera
indisciplinada, tiene entre sus haberes narrativa y poesía que ya quisieran
poseer algunas plumas afamadas nacional e internacionalmente.
La
tristeza ajena allanó mi ánimo cuando, en una charla literaria, la escritora
mencionó que no piensa publicar su obra en vida, sino en forma póstuma. Piensa
enviar a una revista sus relatos y sus versos que considera más logrados, pero
nada más. La enfurece y desalienta la generación actual de jóvenes escritores
que bullen en el mundillo literario y cultural de su entorno, en su mayoría
escribidores de jardín de niños que con sus ocurrencias, circulares, imitantes y repetitivas hasta el cansancio, creen poder agarrar a patadas a los
escritores reales. Y no sólo eso. Algunos hasta editores y autoridades
literarias se sienten por la publicación de uno que otro de sus textos o poemas
en uno que otro libro -individual o colectivo- y en una que otra revista, y que
ya circulan desde hace tiempo en presentaciones oficiales y no oficiales.
La escritora se encuentra dentro de la
razón, pero no alcanzo a entender el por qué de no publicar su obra. La ira y
la desazón que padece, sobre todo la ira, deberían ser las causantes de que dé
a conocer su literatura, y no que pretenda guardarla para que alguien más la
muestre cuando ella haga el viaje sin retorno. Su obra, sin duda, abrasaría las
frágiles letras de los referidos escribidorcillos locales hasta convertirlas en
difuminadas cenizas y, por supuesto, jamás se mezclaría con dicha generación de
dizque escritores.
Esta
tristeza ajena trae a mi mente lo señalado por Stephen King en Mientras escribo: “En el lado opuesto
(el de James Joyce) aparece Harper Lee, autora de un solo y excelente libro: Matar un ruiseñor. La lista de los que
han escrito menos de cinco es larga, e incluye a James Agee, Malcolm Lowry y
(de momento) Tomas Harris. Está bien, pero en casos así siempre me pregunto dos
cosas: ¿Cuánto tardaron en escribir los libros que sí han escrito, y a qué dedicaban
el resto del tiempo? ¿A hacer punto? ¿A organizar mercadillos en la parroquia?
¿A deificar ciruelas? Me acusarán de impertinente, y no lo niego, pero también
lo pregunto por sincera curiosidad. Si Dios te ha regalado una facultad, ¿por
qué no vas a ejercerla, por Dios?”
Espero
que la escritora reconsidere los planes que tiene en relación a su obra,
demuestre lo que en verdad es ser un fraguador de verdadera literatura y nos
deleite con sus apasionantes letras.
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