lunes, 21 de julio de 2014

Quiénes somos y qué sentimos


 
La apabullante diversidad de dispositivos electrónicos que nos invade en este momento nos ha llenado de aparatos tan buena onda, tan cool -por no decir “amigables” en referencia al lugar común que significa “faciles de usar”-, o al menos lo aparentan, que muchas de las personas que echan mano de computadoras, tablets, celulares y demás cachivaches modernos e inteligentes, creen que estos pueden cambiar sus sentimientos, cubrirles sus defectos, crearles una personalidad que no poseen y hasta ocultarles su real forma de ser. La obsesión por la tecnología los ha hecho creer que a través de lo que publican en Facebook, en Twitter y en cualquier foro virtual los transformará en personas diferentes y su verdadera naturaleza permanecerá en el anonimato. Interesante ilusión, pero como todo engaño, físico o virtual, es mentira.
     Todo aquello que los adictos a las redes sociales -incluyendo a los visitantes ocasionales- suben a estos insondables océanos informáticos, vocifera la personalidad de los dueños de las publicaciones, sin importar que el autor intelectual de dicho contenido sea o no quien escribe el texto o comparte las imágenes.
     Quizás por un tiempo alguien podrá aparentar algo que no es, alguien que no es, pero en el primer descuido no considerado tecleará su verdadero yo. No es difícil darse cuenta de ello. Sólo es necesario observar un poco en forma atenta el destello del fanático religioso, del flojo, del racista, del falto de atención, del elitísta, del ateo que no es ateo, del creyente que no es creyente, del llanto amargo detrás de la más amplia sonrisa, de la más grande y sincera risa detrás de la cara con una seriedad sepulcral, del lepero detrás del respetuoso, del respetuso detrás del que parece impertinente, de la tristeza detrás de la felicidad y la felicidad detrás de la tristeza, del ignorante con ínfulas de intelectual, de la sinceridad y, en fin, de casi todo aquello que se desea fingir u ocultar en Internet.
     Verbigracia: Cuando me encontraba gozando y padeciendo la adolescencia, conocí a una mujer que no paraba de hablar sobre Dios, sobre las escrituras, sobre lo que debíamos hacer y no hacer de acuerdo a su biblia, alguien que predicaba la famosa frase de semana santa “Arrepientete y cree en el Evangelio” todos los días y a toda hora a todo el que se dejaba. Y aunque en apariencia su fe era verdadera, mis escasos quince o dieciseis años permitieron que cayera en la cuenta de que más que tratar de convencer a los demás del supuesto buen camino que predicaba y de la existencia de su Dios, trataba de convencerse a sí misma.
     No importa cuanto cuidado se dé a lo que se dice, personal o virtualmente, nuestras palabras reflejarán quiénes somos y lo que en verdad sentimos.

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