La apabullante diversidad de dispositivos electrónicos
que nos invade en este momento nos ha llenado de aparatos tan buena onda, tan cool -por no decir “amigables” en referencia al lugar común que
significa “faciles de usar”-, o al menos lo aparentan, que muchas de las
personas que echan mano de computadoras, tablets, celulares y demás cachivaches
modernos e inteligentes, creen que estos pueden cambiar sus sentimientos,
cubrirles sus defectos, crearles una personalidad que no poseen y hasta
ocultarles su real forma de ser. La obsesión por la tecnología los ha hecho
creer que a través de lo que publican en Facebook, en Twitter y en cualquier
foro virtual los transformará en personas diferentes y su verdadera naturaleza
permanecerá en el anonimato. Interesante ilusión, pero como todo engaño, físico o virtual, es mentira.
Todo
aquello que los adictos a las redes sociales -incluyendo a los visitantes
ocasionales- suben a estos insondables océanos informáticos, vocifera la
personalidad de los dueños de las publicaciones, sin importar que el autor intelectual de dicho contenido sea o no quien escribe el texto
o comparte las imágenes.
Quizás por
un tiempo alguien podrá aparentar algo que no es, alguien que no es, pero en el
primer descuido no considerado tecleará su verdadero yo. No es difícil
darse cuenta de ello. Sólo es necesario observar un poco en forma atenta el
destello del fanático religioso, del flojo, del racista, del falto de atención,
del elitísta, del ateo que no es ateo, del creyente que no es creyente, del
llanto amargo detrás de la más amplia sonrisa, de la más grande y sincera risa
detrás de la cara con una seriedad sepulcral, del lepero detrás del respetuoso,
del respetuso detrás del que parece impertinente, de la tristeza detrás de la
felicidad y la felicidad detrás de la tristeza, del ignorante con ínfulas de
intelectual, de la sinceridad y, en fin, de casi todo aquello que se desea
fingir u ocultar en Internet.
Verbigracia: Cuando me encontraba gozando y padeciendo la adolescencia,
conocí a una mujer que no paraba de hablar sobre Dios, sobre las escrituras, sobre lo
que debíamos hacer y no hacer de acuerdo a su biblia, alguien que predicaba la
famosa frase de semana santa “Arrepientete y cree en el Evangelio” todos los
días y a toda hora a todo el que se dejaba. Y aunque en apariencia su fe era
verdadera, mis escasos quince o dieciseis años permitieron que cayera en la
cuenta de que más que tratar de convencer a los demás del supuesto buen camino
que predicaba y de la existencia de su Dios, trataba de convencerse a sí misma.
No importa
cuanto cuidado se dé a lo que se dice, personal o virtualmente, nuestras
palabras reflejarán quiénes somos y lo que en verdad sentimos.
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