sábado, 3 de septiembre de 2011

La monja atea



El más terrible de todos los sentimientos
es el sentimiento de tener la esperanza muerta 

Federico García Lorca


El quehacer de quien decide seguir el camino que lo llevará a ser un intelectual, y quizás hasta un escritor, es muy peligroso, porque llega el momento en que los pasos que se dan en la vereda que abren los libros llevan a enfrentar un dilema: conservar la esperanza o deshacerse de ella por creerla inútil. La mente ensanchada por el conocimiento no se permite aceptar y negar la existencia de la esperanza dentro de sus principios según convenga; la acepta o la niega, pero no hace ambas cosas, aunque la esperanza siempre se cuele por la rendija menos custodiada y se instale en el rincón más profundo y más sensible del intelecto. Muchos intelectuales niegan tener esperanza, y aseguran que no tiene sentido abrazarla. Tal vez esto se debe a que la esperanza, por lo general, se entiende como sinónimo de fe, sobre todo de fe religiosa, más en México, donde la doctrina católica que lo envuelve desde hace varios siglos pide a los creyentes que sean fatalistas y acepten una humildad extrema, tanto personal como económica, con la promesa de que en el insondable más allá encontrarán la recompensa a los sacrificios padecidos en el más acá. Millones de personas, poseedoras de una ignorancia excepcional, viven aun con la esperanza de que eso sea cierto, algo que el intelectual jamás aceptará, y que haría mal en aceptar. Por otro lado, casi todos los intelectuales, si no es que todos, son ateos. De ahí que la esperanza goce de tan mala fama dentro de los círculos donde el conocimiento y la lógica son guías en la búsqueda del espejismo llamado verdad.
Sor Juana Inés de la Cruz, poetisa, escritora, dramaturga e intelectual de nuestra tierra en tiempos de La Nueva España, escribió el soneto "Verde embeleso", cuyo personaje principal es la esperanza, compuesto por los siguientes versos:

Verde embeleso de la vida humana,
loca esperanza, frenesí dorado,
sueño de los despiertos intrincado,
como de sueños, de tesoros vana;

alma del mundo, senectud lozana,
decrépito verdor imaginado;
el hoy de los dichosos esperado,
y de los desdichados el mañana:

sigan tu sombra en busca de tu día
los que, con verdes vidrios por anteojos,
todo lo ven pintado a su deseo;

que yo, más cuerda en la fortuna mía,
tengo en entrambas manos ambos ojos
y solamente lo que toco veo.

Este soneto confirma la profunda vida intelectual de La Décima Musa, que necesitaba sentir y palpar en forma física para creer; algo extraño en una monja del Siglo XVII, aunque no tanto si consideramos la rebeldía de Sor Juana, su tremenda e insaciable hambre de conocimientos, el adelanto de su pensamiento para la época que le tocó padecer como mujer, su genio e ingenio, y la indiscutible calidad de su obra literaria, pilares de su personalidad que le permitieron barrer el polvoroso piso con los más picudos hombres intelectuales de su tiempo, entre los que se encontraban sacerdotes católicos con altos cargos en el clero, cómo el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz; incluso Sor Juana despertó las iras de su confesor, el jesuita Antonio Núñez de Miranda, debido a que su gran fama intelectual le procuró el frecuente contacto con las más altas personalidades de la época. Sor Juana, protegida por la marquesa de la Laguna, rechazó como confesor a Núñez de Miranda. Más tarde, desgraciadamente, el jesuita logró persuadir a la poetisa para que se deshiciera de su hambre insaciable de conocimiento, sus libros y su inquietud de escribir, y se dedicara por completo a la vida religiosa: rezar, ayudar y servir a sus hermanas de claustro.
Los poetas y las poetisas poseen una sensibilidad más aguda que el común de la gente, de ahí que el soneto de Sor Juana reverbere la desilusión de su autora por sentir esperanza, y la negación de la esperanza que aun siente pero que precisamente niega por despecho. De otro modo no se entiende como una poetisa, mujer profundamente sensible, explica tan bien lo inútil que puede ser dejarse cobijar por este estado de ánimo. Pudiese ser que también ella perdiera toda esperanza directamente relacionada con la fe, o aun sin estar relacionada, y eso hiciera más amargas sus desdichas.
Y como no darle la razón a Sor Juana. Dados los días que le tocaron vivir, que esperanzas podía tener una mujer que deseaba consagrarse al estudio y la escritura si la universidad solo era para los hombres, y eran ellos quienes decidían aquello que consideraban mejor para las mujeres. Los biógrafos de Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana ven allí el motivo principal en la decisión por el claustro de un convento, lugar paradisíaco para alguien que deseaba leer y escribir incansablemente. Solo algunas cuantas damas de la nobleza tenían algo de voz y una pizca de voto, los que les proporcionaban un resquicio, no siempre suficiente, para poder ir más allá. Incluso, volviendo la vista a los últimos versos del soneto de Sor Juana, vemos que terminan con "y solamente lo que toco veo", que interpretando estas palabras de forma literal nace la pregunta: ¿En realidad que tanto podía tocar la mujer, la intelectual, la religiosa, la limitada Sor Juana, si la acorralaban, sin permitirle muchas cosas, los hombres necios que tenían los ojos puestos en ella? Y ni que decir de los deseos y aspiraciones de La Décima Musa, en los que no se podía dar el lujo de tatuarles ni la más mínima esperanza.
La esperanza, según la vigésima segunda edición del diccionario de la Real Academia Española, tiene varias definiciones, pero la primera de ellas reza que “es el estado de ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos”; este concepto coquetea demasiado con convicción, y para nada se menciona la fe, misma que puede ser la convicción de que las cosas van a suceder como esperamos. Por otro lado está la fe religiosa, que menciono generalmente mezclamos y confundimos con la esperanza.
Tomando criterio en base a la primera definición de La Real Academia Española, la esperanza es buena si se sostiene sobre acciones que acerquen los fines perseguidos. Séneca escribió: “Los deseos de nuestra vida forman una cadena, cuyos eslabones son las esperanzas”. El escritor francés André Malraux expresó: “La esperanza es la fuerza de la revolución”. También las palabras del escritor estadounidense Eric Hoffer, quien no pudo haberlo dicho mejor, señalan algo similar: “No es el sufrimiento, sino la esperanza de cosas mejores lo que incita las rebeliones”.
La esperanza, se quiera o no, existe, y siempre lo hará en lo más profundo del ser humano. Lo útil o inútil no está en negarla o aceptarla, ni en enaltecerla o vejarla, sino en no dejarla nada más a la buena de Dios y actuar siempre en consecuencia a los propios y verdaderos deseos, esos que abrasan por dentro.

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