martes, 2 de noviembre de 2010

Día de muertos, algo que se vive a diario en México


Acabo de dar un recorrido por el centro de Torreón y, al igual que el año pasado, el día hace honor a su nombre en el antiguo cuadro comercial de la ciudad: está muerto. Solo me topé con dos o tres despistados en dos de tres librerías visitadas -una estaba cerrada- a las que apliqué un escudriño profesional dada la raquítica economía que ostenta mi cartera.
Si las cosas siguen cómo hasta ahora en el país, sobre todo acá en el norte (con Torreón pisándole los talones a Ciudad Juárez, abusando del lugar común) donde padecemos un diluvio de plomo que no tiene la menor intención de escampar, el 2 de Noviembre va a convertirse por decreto gangsteril en el Día Nacional de Todos los Mexicanos, día que debemos hacer un alto en el camino y reflexionar cual es nuestra misión en la vida para empezar a llevarla a cabo lo más pronto posible, ya que en cualquier momento la muerte pude caernos de sopetón en forma de una ráfaga de balas de uno o varios AK-47 terminado con nuestra folclórica existencia. El día de muertos es algo que se vive a diario en nuestras calles. A esto hay que sumarle la economía que, diga lo que diga Calderón, está cómo la guerra contra el crimen organizado: perdida y sin una luz de esperanza que dé, por lo menos, un pequeño atisbo de tranquilidad.
Otra cosa que está casi muerta es la intención de los mexicanos por unirse a los países con buenos lectores. Y es entendible. Cómo hacerlo si los libros, con una socarrona actitud de no quedarse atrás, han subido sus precios como si el nivel de vida en México fuera similar al de Gringolandía o cualquier otro país de primer mundo. Libros clásicos, cómo Los miserables y Nuestra Señora de París, ambos de Víctor Hugo, hace año y medio se podían conseguir en cuarenta y cinco pesos; hoy rondan los setenta y cinco. En los de moda, entre los que destacan las obras de J.K. Rowling, Stephenie Meyer y Dan Brown, es mejor no ver el pequeño pegoste de papel blanco que exhibe su costo y que solo pueden pagar las clases sociales media alta y alta, porque para los que nos encontramos entre todos los demás es comer o leer y más vale vivir inculto que morir intelectual.
Siempre existirá la posibilidad de encontrar buena literatura a precios de risa, pero hay que buscar cómo quien anhela encontrar policías honestos en La Laguna, o séase, está bien cabrón.
También el monstruo informático de Internet es una buena opción, pero, volviendo a lo mismo, somos pocos los que contamos con el lujo de una computadora, ya sea en formato de PC o Laptop, y aun con el milagro tecnológico, no todos podemos pagar el servicio que nos convierta en internautas. Muchos accedemos a la red a través de la chamba. En este punto las neuronas me espetan en el pensamiento la frase de “un pueblo inculto y de ignorantes es un pueblo sin consciencia y, por lo tanto, de más fácil atropello”. Por ello no pocas veces mi razonamiento ase con rabia la idea de que así es cómo todos nuestros gobernantes y todos los líderes -políticos, empresariales, sindicales y sociales- nos quieren tener. Pero bueno, habrá que seguir con la resistencia de no caer en el sótano de la apatía cultural y gritar cuando se tenga que gritar contra tanta estupidez, injusticia, inequidad, violencia e inseguridad que promueven, directa o indirectamente, quienes tienen el timón de nuestro país.
Y para no perderme más en las atrocidades de gobernabilidad que nos azotan (si es que aun queda algo de gobernabilidad en México), recomiendo leer y releer el día de hoy, y siempre, Pedro Páramo, de Juan Rulfo. ¿Por qué el día de hoy? Porque en su novela, Juan Rulfo mezcla magistralmente el mundo de los vivos con el de los muertos, tanto así que es necesario el regreso entre las páginas -con un placer cómo pocos- para comprender mejor su obra cumbre. Yo he leído dos veces, y en forma completa, Pedro Páramo, y releo con frecuencia algunos de sus capítulos y pasajes. Este mes voy por la tercera vuelta total. Para muestra, un fragmento de los periplos de "Comala", el pueblo mítico al que da vida el maestro jalisciense:

Ahora estaba aquí, en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas sobre las piedras redondas con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas huecas, repitiendo su sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol del atardecer.
Fui andando por la calle real en esa hora. Miré las casas vacías; las puertas desportilladas, invadidas de yerba. ¿Cómo me dijo aquel fulano que se llamaba esta yerba? “La capitana, señor. Una plaga que nomás espera que se vaya la gente para invadir las casas. Así las verá usted”.
Al cruzar una bocacalle vi una señora envuelta en su rebozo que desapareció como si no existiera. Después volvieron a moverse mis pasos y mis ojos siguieron asomándose al agujero de las puertas. Hasta que nuevamente la mujer del rebozo se cruzó frente a mí.
-¡Buenas noches!- me dijo.
La seguí con la mirada. Le grité.
-¿Dónde vive Doña Eduviges?
Y ella señaló con el dedo:
-Allá. La casa que está junto al puente.
Me di cuenta de que su voz estaba hecha de hebras humanas, que su boca tenía dientes y una lengua que se trababa y destrababa al hablar y que sus ojos eran cómo todos los ojos de la gente que vive sobre la tierra.
Había oscurecido.
Volvió a darme las buenas noches. Y aunque no había niños jugando, ni palomas, ni tejados azules, sentí que el pueblo vivía. Y que si yo escuchaba solamente el silencio, era porque aun no estaba acostumbrado al silencio; tal vez porque mi cabeza estaba llena de ruidos y voces.

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